instantáneas nómadas
Noviembre 2012
Una piña en la arena, así, como una granada de
sentido que cae, explota y se dispersa. Una piña en la arena, o una piña de
arena. El viento que azota este rancho en la playa, y somos sparrings de sus
piñazos. El viento practica con nosotros, somos sus cobayos de lucha; se
entrena para catástrofes más importantes. Mientras, el océano, más paciente y
por eso más sabio, o viceversa, con todo el tiempo del mundo dentro, va lamiendo
los pilotes de madera o de piedra, y termina llevándose todo, casas, barcos,
lobos, hombres, y quedan los cadáveres de baño, como un chiste macabro para
marinos y bañistas. El niño corre a una gaviota en la orilla y trata de escapar
de las olas, y toda la humanidad lo sigue, perseverante o perversa, como el
viento, jugando a los títeres con la chapa de zinc que no termina de
desprenderse del techo de un rancho y se golpea con la locura de un elefante
enjaulado.
un elefante neurótico
se da la cabeza contra un portón de chapa en el
zoológico
en la cicatriz de una operación
se hunde la piel en los bordes
como si alguien hubiese estado amasándola
las palas y baldes de playa
semienterrados en la puerta de un rancho
como si los niños hubieran crecido de golpe
y se hubiesen ido
a buscar otros juguetes más sofisticados
y si en una playa
quedaran computadoras
teléfonos celulares
y juegos electrónicos
semienterrados en la arena
como un cementerio del tedio humano
y uno entendiera entonces
la furia de los elefantes enjaulados
y las cicatrices
y los injertos
y entendiera
la piel finalmente
Un elefante enjaulado es una alegoría bochornosa.
Las alegorías tienen trompa larga y enormes orejas para escuchar lo que debe
ser dicho. El zoológico es la lengua, el lenguaje parque de diversiones, o de
perversiones. Hoy, visita al zoológico, hoy. Y nosotros discutiendo vanamente
si había que llevar a los hijos o no; y el hijo
de un año y poco de altura, frente al elefante añejo, y subía el brazo
para imitar la trompa, y gritaba como le habían dicho que lo hacía
el elefante. Pero el elefante ni levantó la trompa ni emitió el más leve
sonido. Sólo después, cuando se daba la cabeza contra un portón de chapa, y era
escalofriante, pero el niño estaba ahí con las neuronas saltándole como un
pororó en la olla del cerebro. Y después aquel mono, enjaulado también, sentado
y mirando al vacío, como esperando una revancha evolutiva, una piedra, un
hueso, un fuego que le alumbrara la sombra milenaria del instinto; y el otro instinto,
el nuestro ahora, costaba veinte pesos la entrada, y los miércoles gratis, pero
hubo que irse porque los hijos querían comer y dormir, y nosotros también,
claro, elefantes vestidos, levantando las trompas y gimiendo: los elefantes no
tienen caries porque se las mata el aburrimiento.
Hasta la hora de irnos, el hipopótamo no se había
mostrado; su lomo era como una roca que había surgido del agua, y nos quedamos
pensando en su misterio. Vivimos en la era de la muerte de la alegoría, pero,
como tantas muertes, es cuando más vivo parece estar el cadáver. Y pienso en el
hipopótamo, y, si paso raya, lo único que queda es el recuerdo de mi primera
visita al zoológico cuando era niño: la imagen del hipopótamo cagando un sorete
grueso como un tronco de árbol, y cómo me había impresionado el culo cagado de
aquel animal gigantesco, que después se metió en el agua y alguien me dijo
(alguien que nunca falta) que lo hacía para lavarse; pero la mierda de la
cabeza no hay agua que la lave.
Por suerte, aquel día que fuimos con los hijos, el
hipopótamo no salió del agua…
puede que dios haya muerto
pero alguien jura haberlo visto en un prostíbulo
borracho y pendenciero
gritando
¡dios ha
muerto
viva dios!
la prostituta dice que dios
siempre deja buena propina
y ángeles uniformados
le ponen un pescadito en la boca
para que la puta
se vaya saltando y haciendo piruetas
como una foca lasciva
“El lenguaje es traicionero y peligroso.” Así
dicho, con palabras, es como los cascos azules de la ONU. Alguien comentó al
pasar que la hija estudiaba economía, y se había ido a hacer una maestría en
vaya a saber qué, y después, claro, conectarse con gente, procurar algún puesto
bien remunerado. Es el mito de mi hijo el doctor, pero lejos; y los padres
sesentones frente a una computadora, como monos con revólver (pero en las sienes)
tratando de descifrar la manera de mandar un correo electrónico o de hablar con
una pantalla que les muestra el rostro del hijo. Y pagar su educación y pagar
su viaje, y pagar para comunicarse, pagar para vivir, pagar para sentir, y
pagar para morir. Pero felices, porque la felicidad es un chicle que todos
mastican, pero nadie sabe qué gusto tiene. Y uno se contenta con su propia
saliva. Y que con su pan se lo coma, dirá alguno que se fue a España y se le
pegaron el acento y los dichos, con la fuerza de un chicle en el pelo. Hay que
ponerse un cubo de hielo para que la goma de mascar se endurezca y se quiebre.
Como el alma.
el alma puja
tiembla
remueve la tierra
y pare
el ratón del escepticismo
el alma es un excepto del cuerpo
es un perro abandonado
que todos quieren y alimentan
pero nadie reconoce como propio
Un chicle sin gusto, un chiste sin susto, un cliché
sin busto, una chinche sin grupo, un pinche sin pucho, un parche sin buzo, un
porche sin búho, un ponche sin ludo, un pancho sin jugo, un poncho sin lujo, un
pincho sin brujo.
Cada palabra llama a las demás, como una hormiga
solitaria que anda explorando y se cruza con una miga de pan, y, cuando
queremos acordar, hay una multitud de hormigas. Las hormigas comen y convidan.
Las palabras también. Sin embargo, no me convencen; está bien que son
solidarias y generosas con sus congéneres, pero hay algo de plan oculto, algo
de estructura jerárquica que huele mal. Es que las hormigas son monárquicas… y las palabras también. Yo digo chicle, y la
palabra chicle, como una hormiga soldado explorador, va y les dice a las otras:
“vengan, vengan, que encontré una boca apetitosa.” Y ahí llegan: chiste,
cliché, chinche, pinche, parche, porche, ponche, pancho, poncho y pincho y la
mar en coche con toda la parentela… Y, además, cada una a su vez, va trayendo
no sólo otras palabras parecidas en la forma, sino en el sentido: chicle, ploc,
chuy, bagayo, kiosko, moneda, hermano, pelota, rezongo, muela, dentista,
ómnibus, cagadera, olor, vergüenza, calzoncillo; y por si fuera poco, también
traen recuerdos, situaciones, personas, sentimientos, deseos, miedos, lecturas,
cuadros, películas, relatos, poemas, leyendas, así que, otra vez, cuando uno
quiere acordar, se ve rodeado de miles de palabras que le han construido un
hormiguero en el cerebro, pero por dentro. La cuestión sería si podemos dominar
el lenguaje o sólo somos sus siervos, y peor que siervos, por no ser
conscientes; como si negáramos nuestra mayor debilidad, creyendo que es nuestra
mayor fortaleza… Pero me detengo por acá y no establezco más comparaciones,
que, como se sabe, son odiosas, pero que las hay, las hay.
un insecto revolotea en la luz
y choca una y mil veces
contra la lamparita
como si no pudiera creer
en la perversión de una luz
a la que no se puede acceder
es luz artificial
no es luz en sí
o por lo menos no es la luz que él cree
pero no lo sabe
pienso en las vidrieras
los carteles
las pantallas
y los insectos
golpeando el vidrio
“¡quiero esa luz!
¡quiero esa luz!
¡quiero esa luz!”
Las comparaciones son odiosas, pero que las hay,
las hay… Son una forma de conocimiento que debió ser en su momento la
herramienta cognitiva por excelencia. Así debió devorar psíquicamente el mundo
el bicho humano.
“Esto es nuevo, ¿qué es? No sé. Pues bien, ¿a qué
se parece?” Y para que se pareciera a algo, este algo debía ser necesariamente
algo conocido. Esto me sugiere dos ideas.
Primero: que todo lo nuevo entraba al mundo, nacía
al conocimiento, por la puerta de lo viejo; así que, visto con detenimiento, el
humano jamás pudo asimilar realmente lo nuevo, si sólo podía entrar por el agujero
con la forma de lo viejo. Bien pudo ocurrir que en cada comparación, en cada
acto de aprehensión de lo desconocido, se pegara sólo una porción de lo
conocido, como una especie de guía, y que con él entrara otro tanto de porción
novedosa. Así, lo adquirido vendría a engrosar lo conocido, aumentando las
chances de que entrara más de lo nuevo…
Segundo: si todo lo nuevo aprendido fue a partir de
una comparación con lo viejo y conocido, debió haber una comparación vacía, o
semivacía. Es decir, en algún momento no supimos nada, por lo que nos faltaba
el término comparante. La primera comparación fue coja, entonces, incompleta; y
es hasta seguro que los dos términos de aquella comparación primigenia fueran
idénticos. Del tipo: “el sol es… El sol es como… El sol es como el sol.” Lo que
luego daría lugar a todo lo demás: el fuego es como el sol, el relámpago es
como el fuego, la víbora es como el relámpago, el arroyo es como la víbora, y
así hasta llegar a la luna y dividir el átomo, la ley de la relatividad y la
física cuántica. Por lo que propongo desechar todo el conocimiento humano
acumulado hasta hoy, ya que, como quedó más que demostrado en las líneas
anteriores, éste nació de una zoncera ridícula que ni el niño más generoso nos
perdonaría: una epistemología tan elemental y absurda que, en definitiva, no
admite comparación.
el mar es como una colcha de espumas
que se mueve como una calesita informe
girando como el insecto de la lamparita
que repiquetea como un martillo
en el clavo que se va hundiendo
como una nube en el horizonte
que se extiende como un ojo gigante
y parpadea como un cíclope nocturno
que descansa como un pájaro que emigra
volando como el avión en que no viajamos
como el pájaro que duerme en el ojo del
horizonte
como una nube con forma de martillo
como una luciérnaga en una calesita apagada
como una espuma de sombra
que cubre como una colcha el mundo
que descansa sin dormir
como el mar
tengo un payaso invisible
que se para detrás de las personas
y me hace muecas graciosísimas
que me provocan una risa incontrolable
a veces
la persona se mueve de tal forma
que no me deja verlo
y me exaspera
debe ser por eso que tengo problemas
para relacionarme con los demás
pero imaginate si les contara la razón
hoy la orilla del mar
amaneció repleta de aguavivas
aguavivas muertas o muriendo
y lo más importante para el homo playensis
era si ya fuera del agua
sus tentáculos seguían siendo venenosos o no
cuántos monstruos habrá
orcas de diván
que están boqueando en la orilla
esperando una ola que los refresque
y les demore un instante más la muerte
y nosotros los rodeamos curiosos
como si fueran un motociclista decapitado en la
calle
o a cierta distancia les pinchamos el cuerpo con un
palo
como esperando que se levanten
pero sabiendo que ya no van a levantarse
en el fondo de la cabeza
ahí donde está el galpón de los trastos
están las aguavivas del miedo
que vuelan en el agua del ser
las orcas asesinas saltan en el aire
y escupen un fuego acuático
como dragones cetáceos
ahí están las gallinas muertas
caminando sin cabeza
y cagando en el palenque del cerebro
y las orcas de cien tentáculos
y las gallinas asesinas
con dientes gigantescos
y las aguavivas emplumadas
volando en la esfera celeste de los sueños
pulpos luciérnagos
reescribiendo las constelaciones
que rigen las mareas del ojo
Cada tanto llega por casualidad a mis manos un
periódico de avisos clasificados… En sí, ahora que lo pienso, casi siempre es
en casas donde, por alguna razón, voy a prender fuego y entonces uso el papel
de diario. Me da mucha curiosidad lo que dicen, a veces es un folleto de
ofertas, o un diario de barrio, pero la mayoría son de avisos clasificados. Son
mis favoritos. Ahí hay un material invalorable que no sé si alguien habrá
reparado en él (hace un tiempo leí un artículo sobre un poeta alemán que
publicaba aforismos incongruentes y poéticos – o viceversa – como anuncios
clasificados; había pagado por adelantado una gran cantidad de publicaciones,
pero el periódico le rescindió el contrato por las abundantes quejas de los
lectores debido a lo incomprensible de aquellos textos). Lo que suelo hacer es
leer por azar, abrir el periódico en cualquier lugar. Por ejemplo, ahora, tengo
un fajo de unas quince hojas (que se salvaron del último asado) y que
pertenecen a la sección de negocios inmobiliarios. Hay una casa en el barrio
del Prado que cuesta 600.000 dólares, y otra en
el barrio Nuevo
París que cuesta
14.000. No es que no piense en las diferencias sociales o en la innatural e
inhumana propiedad privada. Lo pienso sí. Sólo que ahora lo que más me
sugestiona es pensar el periódico como un lugar de encuentro del que compraría
la casa del Prado y el que compraría la de Nuevo París, donde las diferencias
no sólo son flagrantes sino también perversas, porque se dan en el mismo lugar.
El ricachón puede sublimar con una sonrisa de satisfacción viendo las casas que
compraría si no tuviera tanto dinero, y el otro, el de Nuevo París, con la ñata
contra el vidrio, tratando de imaginarse todo el dinero ese junto en el
bolsillo de una sola persona… Sí, es cierto, hay quien ni siquiera podría
comprar la casa de Nuevo París (yo, sin ir más lejos) y aun así lee el diario.
Es que pasa con los clasificados que, a la hora de ser leídos, todo es posible,
todo es virtualmente comprable, al menos (y sobre todo) en el plano de la
imaginación. Quién te dice que no sea éste un método de catarsis social para
que no reviente la olla a presión de la desigualdad y nos chorree bien chorreados a
todos…
Volver a la ciudad es como un tratamiento indoloro
para una enfermedad incurable.
si alguien hiciera fuego
pero nadie sabe nada de nadie
y sufrimos estertores de altruismo
que se agotan al tercer “buen día”
porque si alguien encendiera un fuego
pero todo el mundo está
con la psicosis del incendio
y ve en cada fósforo
la cuarta quinta o séptima guerra mundial
es que si se prendiera una fogata
pero estamos cansados
y más que cansados
sin descanso
un fuego chico al menos
pero nadie está para cosas pequeñas
y las cabezas están llenas
de una megalomanía gelatinosa
que se resbala de las manos
un fueguito para acurrucarse
contar historias e ir ganando el sueño
como si cayéramos por un reloj de arena
dormirse un rato
y despertarse
para que alguno
el que sea
(siempre va a haber alguno)
vaya a buscar otro leño para el fuego
En un libro que terminé de leer hace poco (ayer),
el escritor hace un extenso comentario a la obra de Heródoto. Cuenta con sus
palabras lo que el griego contó. Por momentos imagina cómo debió ser la vida y
la personalidad del “primer
historiador de occidente”,
poniéndolo al trasluz de sí
mismo, insinuando que acaso él (el autor) es, a su manera, un Heródoto de estos
tiempos… Pero todo esto no es lo que me interesa ahora, sino un breve pasaje en
el que el escritor dice que Heródoto debió sentir que la memoria humana era
limitada y que todos los avatares del humano caerían tarde o temprano en el
olvido; todo lo que había visto, oído y preguntado en sus incontables viajes,
seguramente impulsaron al griego a arremeter la ingente empresa de registrar el
fruto de sus investigaciones. A primera vista, no deja de parecer loable el
proyecto, pero desliza (el autor), no sé si consciente o inconscientemente, una
desvalorización caricaturesca de la memoria ágrafa. Mejor dicho, memoria oral,
pues es pésima la costumbre de nombrar las cosas por lo que no son, como si
dijéramos del sol que es la inluna, o la luna el nosol, o cosas por el estilo.
Pero volviendo al libro, lo ágrafo es como de segunda mano frente a lo grafo,
como si la escritura fuera lo más valioso y lo demás tuviera sólo un tinte
simpático, infantil, folclórico. Como si fuera cosa de unos pobres ingenuos. El
autor esbozaba la teoría de que, si algunos intrépidos no hubieran decidido
emprender el acopio del conocimiento humano, no podríamos saber lo que sabemos,
ni los avances cognitivos de la humanidad podrían haber sido posibles. Y
entonces, leyendo todo esto, se me dio por pensar en que los pueblos orales
poseían una misteriosa sabiduría, una casi inexplicable intuición, de que sólo
era importante e imprescindible guardar lo que entrara en la memoria, y lo
demás desechado, sin complejos ni culpas. Como si la memoria fuera un cernidor
que permitiera retener lo verdaderamente valioso, y lo demás se devolviera a
las aguas del olvido. Y quién te dice
que lo olvidado ayer no se transformara en valioso hoy, y se desechara lo que ayer
era valioso y hoy ya no. Como un
extraño, mágico equilibrio… Es que, seguramente, la memoria les pareciera mágica.
Y casi que tengo ganas de creerlo yo también, aunque nosotros ya estemos
atravesados en la brochette intelectual de la escritura…
ayer murió el último dragón
fue imposible salvarlo
por más que lo rodearon de oro
por más que le ofrecieron doncellas en bandeja
el dragón moría irremediablemente
los ojos estaban estáticos
la boca se le había apagado
y ya no despedía
sino alguna que otra
pequeña nube de humo por las narinas
ya no había fuego
por más que le ofrecieran reinos para desolar
o hechiceros
(más bien actores disfrazados de hechiceros)
por más que maldijeran su estirpe
no hubo quién le despertara
ni la más mínima chispa
estaba frío
inmemoriablemente frío
y en silencio
se fue callando o cayendo
como se cae o se calla
el pasado que nadie pudo enjaular
en el zoológico de la escritura
para exhibirse los domingos y feriados
como palabras exóticas en cautiverio
como el lenguaje salvaje
que no escapó del dardo somnífero
en el safari del progreso
Siguiendo con el “razonamiento” anterior, se me
ocurrió que la oralidad era una especie de filtro; como un freno insospechado
para las ínfulas del conocimiento: no como el freno que impide avanzar, sino el
que impide desbarrancarse. Me imagino a la oralidad como una cornisa, pero también
como una apertura a una llanura infinita. El barranco termina en el fondo, y
después no hay nada; la llanura tiene accidentes, colinas que esconden lugares
desconocidos, inquietantes, seductores. La memoria es nómada. La escritura es
sedentaria, se regodea en el sedimento del fondo del charco. La memoria oral es
el agua que fluye y nunca es la misma. La escritura momifica cadáveres que
debieron ser alimento de gusanos y
convertirse continuamente en otras formas de vida que, a su vez, morirían y
serían alimento de otras formas, y así hasta el infinito. No sé por qué vemos
en la oralidad una limitación y en la escritura una puerta hacia la
inmortalidad. Ahora se me ocurre que es exactamente al revés, y ya no me parece
casual que Gutenberg imprimiera el primer libro y que fuera la biblia. Todo
libro es una biblia, un código escrito. Y así operó la filosofía, la ciencia,
el arte, la religión, la política. Aquellos “primitivos ágrafas” sabían (quizás
sin saberlo) que escribir era condenarse. Pienso en el patriarca hebreo Moisés
subiendo al monte y recibiendo de su dios el primer libro, las tablas de piedra
escritas para legislar la vida; y cuando baja y encuentra a su pueblo en pleno
jolgorio, festejando en una bacanal (como dios manda), se enfurece. Se insinúa
en la biblia que Moisés era medio tartamudo, o por lo menos un mal orador, y
que era su hermano Aarón el que le oficiaba de vocero. No sé, ahí hay algo para
pensar: si no serán los filósofos, los científicos, los artistas, los
políticos, los sacerdotes, en definitiva, unos tartamudos que necesitan las
tablas de la ley para ejercer su dominio sobre los demás. Claro que hay libros
maravillosos, la biblia misma lo es en algunos aspectos, poéticos y
mitológicos, pero en todo lo demás no deja de ser un libro normativo,
preceptivo.
Se tiende a relacionar la oralidad y la memoria con
organizaciones sociales pequeñas, clanes, tribus, pueblos, y no con naciones o
imperios… Intuyo que ahí también hay algo que no puedo conceptualizar con
lucidez y rigurosidad, pero que siento que, si dejo volar la idea, la escritura
sería como la domesticación de la memoria, como el alambramiento del lenguaje…
Como la privatización de la palabra.
Seguí pensando unos días sobre la oralidad y la
escritura… La idea de que todo libro es una biblia me recordó el libro del
profeta Ezequiel. Me vino a la memoria porque Ezequiel se come literalmente un
libro (valgan todas las redundancias).
La palabra profeta quiere decir “boca”, por lo que el profeta cumplía el
rol de ser un canal de transmisión, un intermediario entre el dios y su pueblo
elegido; el dios hebreo es local, particular, entiende en todos los sucesos que
se relacionan con los judíos. En el antiguo testamento se da un proceso de
universalización divina que sólo se
realizará plenamente con el cristianismo, que elaborará un concepto de dios, ya
no particular de los judíos, sino de todos los humanos, crean o no en él (lo que explica la habilidad
política de los cristianos, pues, quién te dice, si Constantino hubiese soñado
con la estrella de David y no con la cruz, cómo habría sido la historia, ¿no?).
Pero volviendo a Ezequiel, si el profeta es una boca, la boca por la que el
dios habla a los mortales, Ezequiel es el profeta por excelencia, porque el
dios le dice: “… come este rollo y ve luego a hablar…” (Ez. 3.1) Como en el
caso de otros profetas (Jonás, Job), el dios le encomienda la tarea de ir a
advertirle a aquellos que se han olvidado de la ley divina, y son conminados a
revertir su comportamiento o sufrir las rigurosas consecuencias. En el caso de
Jonás, por ejemplo, es solo la palabra, pero en el de Ezequiel se habla de la
palabra escrita, el rollo, es decir, el libro, que el profeta se come, por lo
que la boca se vuelve no sólo un vehículo de salida para la palabra, sino
también de entrada; y esa introducción es comida, materia palpable. Ezequiel es
el lector mítico que, a su vez, se vuelve papiro, papel, palimpsesto. El lector
es un palimpsesto que se escribe una y otra vez; y cada lectura es una
escritura que se hace en él sobre las anteriores. Entonces, el lector se vuelve
libro.
Y hay más. La lectura enmudece: “Yo haré que tu
lengua se te pegue al paladar, quedarás mudo.” (Ez. 3.26) El libro representa
un extraño caso de magia simpática que, bajo la luz (u oscuridad) de estas
reflexiones, bien puede ser un principio de literariedad, de representación o de pacto ficcional (el “como si” freudiano
o la “supresión voluntaria de la incredulidad” de Coleridge). La divinidad le
dice a su profeta: “Toma un ladrillo y ponlo delante de ti. Grabarás en él una
ciudad, Jerusalén, y emprenderás contra ella un asedio. Construirás contra ella
trincheras, levantarás contra ella terraplenes, emplazarás contra ella
campamentos, instalarás contra ella arietes, todo alrededor. Toma luego una
sartén de hierro y colócala como un muro de hierro entre ti y la ciudad,
fijarás tu rostro sobre ella, y quedará en estado de sitio. Tú la sitiarás.”
(Ez. 4.1-3)
La imagen es muy sugerente. Y, por más esfuerzo que
uno haga, no puede dejar de pensar en un niño y el juego simbólico. Como si se
dijera: “bueno, este ladrillo es la ciudad, estas maderitas son las trincheras,
donde soldaditos, que podrían ser piedras o bolitas, hacen un campamento
alrededor, ponele, con cajas de fósforos, y una sartén, que algún adulto
generoso habrá prestado por un rato, será un muro de hierro…” Y después es sólo
jugar, jugar a los soldaditos.
En el libro de Ezequiel hay muchos más detalles
jugosos para quien sea dado a los símbolos,
pero ahora los dejo de lado. Igual, para que vayan haciendo ojo: el dios
le manda a Ezequiel dormir 390 días del lado izquierdo y 40 del derecho (sic),
le impone una dieta carcelaria a pan y agua, lo obliga a raparse la cabeza…
Deben estar pensando lo mismo que yo: ¿verdad que
no puede dejar de parecer gracioso? Es todo de una arbitrariedad jocosa que,
seguramente, los exégetas más ortodoxos defenderán amparándose en una impunidad
simbólica que sólo los iniciados o la fe pueden desentrañar, pero es como
defender un poema surrealista diciendo que es una verdad revelada en la que se
debe creer sin más. Es que dios es surrealista, también; quizás hasta sea el
primer poeta surrealista. Me lo imagino con los ángeles amigotes en algún
cabarute celestial y componiendo cadáveres
exquisitos para después
cagarse de la risa de los crédulos
mortales. Pero, bueno, volvamos mejor a lo anterior. Yahvé representa, en mi
interpretación, a la escritura y su avasallamiento de la oralidad. Los castigos
divinos son la espada, el hambre y la peste.
En otras palabras, la dominación, la conquista y la aculturación.
Quizás la escritura vino a completar lo que la
agricultura ya había hecho: la domesticación de la naturaleza, la propiedad
privada, la acumulación, la especulación, la jerarquización social, las castas,
el poder concentrado en unos pocos, el nacimiento de las grandes civilizaciones
(o civilizaciones grandes, mejor dicho), los imperios, los reyes, los
ejércitos, los sacerdotes, los esclavos, los artistas, los códigos, la
escritura… Ezequiel también representa el triunfo de la escritura sobre la
oralidad. Y si quedan dudas, los primeros rastros de escritura son los
cuneiformes, que tenían una finalidad económica, es decir, la de aquellos que,
habiendo acumulado riqueza, lo hicieron en una cantidad tal que les fue preciso
registrar para administrarlo. Seguramente, algunos se especializaron en eso.
Nacían los contadores, escribanos, economistas y toda la caterva burocrática
engordando a la sombra de los poderosos.
el sol debió iluminar aquel día
como siempre
para delicia de plantas y reptiles
pero nadie lo registró
nadie escribió
sobre el día en que la escritura
nos secó la memoria
nos momificó las palabras
y nos dejó
en un silencio nuevo y superficial
como bestias mudas
acarreando los sacos del hambre
La biblia que estoy consultando es la de Jerusalén,
de la editora Desclée de Brouwer, con buenas notas al pie y con referencias y
relaciones entre todos los libros. Esto me permitió ir al Apocalipsis, donde se
retoma la imagen del libro devorado por Ezequiel (Ap. 10.8-11). Ahí se habla de
libro, ya no de rollo, que también tiene un sabor dulce como la miel, pero con
el agregado de que amarga las entrañas, estableciendo dos momentos: el de la
ingestión y el de la digestión. Y bien podría interpretarse como el acto de la
lectura, dulce a los ojos e indigesto al espíritu…
Ezequiel quiere decir “dios fortalece”. Fortalecer
es un mal verbo. Fortalecer es dar fortaleza, hacer un fuerte, construir murallas que resistan.
Además de pertenecer a un léxico marcial y bélico, tiene otra connotación
negativa: fortalecer es ser fuerte para defenderse, lo cual implica una actitud
de defensa contra lo exterior; pertrecharse, hacerse fuerte para que el
“enemigo” no entre (esto es: lo foráneo, lo exógeno), como si los bichos
imperfectos y abúlicos que somos pudiéramos sobrevivir un solo día sin la
influencia, sin la entrada del mundo en nosotros. Somos humanos porque somos
invadidos permanentemente. Somos humanos porque somos débiles, frágiles, por
más que tengamos la pretensión de creernos fortalecidos, y mucho peor y más
débiles desde que es un dios el que nos daría esa hipotética fortaleza. Es que
eso es el concepto de dios: una hipótesis vacía que nadie puede demostrar y
que, por eso mismo, se vuelve cada vez más fuerte y necesaria; una fortaleza de
humo que no resiste ni la más mínima brisa, un espejismo, un puesto de
refrescos en el desierto para quien sólo necesita un buen trago de agua fresca
y pura. Sin gas. Dios es de coca-cola.
dios es la chispa de la vida
dios es una bebida analcohólica
dios tiene más calorías que un plato de ravioles
dios viene en envase retornable
dios acompaña los buenos momentos
dios se bebe en familia o con amigos
dios es patrocinador de los deportes y de los
deportados
de los que adelgazan o engordan por él
dios es una marca registrada
buscá miles de premios en las tapas de dios
dios está detrás de las guerras y de las dictaduras
pero nadie puede demostrarlo
dios esclaviza a sus empleados
dios es multinacional
dios es una corporación sin rostro ni nombre
dios es una sociedad anónima
dios tiene sus embotelladoras en los países pobres
dios inventó a papá noel
dios es sedentario
dios dice
bebe de mí
ésta es mi
sangre…
Cuando tenía 19 o 20 años, viajé por primera vez a
Buenos Aires, y además, por primera vez también en barco y por primera vez
crucé una frontera. Como es sabido, el viaje se hace en ómnibus hasta Colonia y
luego se embarca para Argentina. Al llegar a Colonia, decidí pasar a visitar a
mis abuelos y tías que vivían ahí. Solía ir de niño a pasar las vacaciones de
verano y me entusiasmaba estar unas horas en la ciudad; recuperar registros,
detalles, el olor de los jacarandás… Esas cosas. Además, y no menos importante,
una tía me había prometido un dinero que no era mucho, pero para mí, que en
aquel tiempo no trabajaba y estudiaba pintura en la escuela Figari, era algo
que no podía rechazar. Así que fui y me quedé unas horas. Como cuando era niño,
me recibieron afectuosamente, me dieron de comer y me sentí esperado. Luego del
almuerzo, me recosté en un sillón del comedor, mirando la televisión. La estufa
de leña estaba prendida. Había tomado suficiente vino como para sentir un
cosquilleo amodorrado. Encendí un cigarrillo y la empleada doméstica me trajo
un café…
Sí, tenían empleada. No es que tuvieran un buen
pasar, más bien tenían un buen estar. Es que pasar implica una actitud más
móvil (¿más nómada?), que está, sino en continuo cambio (nadie se baña dos
veces en el mismo día, digo, en el mismo río), al menos más supeditada al
devenir; pero otros simplemente están (¿sedentarios?), como si de una vez y
para siempre su vida fuera la misma, día tras día.
Pero bien, ahí estaba yo, recostado, fumando y
tomando café, una tarde de julio al calor de una estufa de leña. Creí
comprender aquel día lo que había leído en alguna novela del siglo XIX o lo que habían intentado explicarme en el
liceo sobre la burguesía… Yo, como un pequeño y perfecto burgués, disfrutaba de
los placeres de la vida: placeres por los que otros se habían roto el culo,
cocinando, limpiando… En fin, pura mierda gratificante, deliciosa y hedonista
mierda comida a manotazos y sin remordimiento. “Eso es la vida burguesa”, pensé
en aquel momento, “un banquete de mierda que otros cagan”.
Creo que ese día nació o empezó a consolidarse mi
plutofobia… Y no es que mis abuelos fueran millonarios ni muchísimo menos.
Nunca experimenté la servidumbre a gran escala. Sin embargo, me ganó un odio y
un prejuicio por las personas adineradas que nunca pude superar. Me dan asco,
pero no porque disfruten de los placeres humanos a lo grande. Eso está muy
bien. Para eso nacimos: para gozar de todo lo que se nos cruce. El problema
está en que la satisfacción de un deseo propio implique aunque sea un mínimo de
displacer, de angustia o de trabajo no elegido por otros. El placer natural,
humano, es el que satisface a la persona sin perjudicar voluntariamente a otra…
Y eso es posible, no se trata de utopías trasnochadas ni de reivindicaciones
manidas en las que las palabras ya no valen nada. No.
Gozá hasta morir, pero no jodas a nadie.
Y digo más: si alguien tiene mucho, es que se lo
quitó a otros. La máxima burguesa de que
cada uno es el arquitecto de sí mismo, esa pedorrada de Rockefeller empezando
de abajo, es pura basura moralista e hipócrita.
Toda riqueza es ajena.
Toda fortuna propia, es un infortunio ajeno.
Nadie llena su cuenta bancaria sino sobre una pila
de cadáveres.
El trabajo, el ahorro, la casa propia, el auto, los
hijos, el perro y la concha de la lora, son proyecciones virtuales del ser que
tiene miedo de ser, que no puede ser en sí mismo y necesita esas muletas para
no darse de bruces con el mundo.
Ésa no es la única forma de mantenerse respirando
setenta u ochenta años. Se puede vivir de otra manera. Pero esa otra vida es
silenciosa, porque no necesita reafirmarse cada día, a cada momento, sino
simplemente ser, ser quien se es, sin nada más que lo que se pueda cargar… Como
nómadas del ser y del tener.
tropas de palabras
tropos
trópicos del sentido
líneas invisibles
trazan el planisferio semántico
norte sur
palabras soldados
soldadas
en la metalurgia de la cultura
cultura metalúgubre
metalingüística
lengua
leguas de oraciones
orar
horas
husos horarios
húsares del tiempo
legión extranjera
invadiendo el desierto de la mente
arenas movedizas
las palabras
si alguien dijera “voy”
y fuera
y estuviera en su sano juicio
como quien sonríe
al pie de una montaña
pero no porque vaya a escalarla
“vaya”
le dirían
“vaya vaya”
diría él
vaya valla
valle de vayas donde vallas
vallas donde vayas
y dijera “voy”
y fuera
Me gusta juntar piedras con formas humanas… Es
claro que las piedras no “tienen” forma humana, sino que soy yo el que se las
veo. Es por eso que primero pensé que no podía llamarlas esculturas, porque yo
no incidía en nada sobre las piedras, no las modificaba ni transformaba, lo que
se supone es el acto estético de la creación artística: la deformación y
reformación de la realidad. Entonces, si yo sólo agarraba una piedra de la
orilla y no la modificaba en nada, no podía llamarla escultura…
Pero, como decía antes, las piedras no tienen forma
de nada, soy yo el que veo esas formas en ellas: y ahí está el acto
escultórico, me digo, sólo que es una escultura mental, ideal (del plano de las
ideas, o sea: abstracción en el aire, malabares de intelecto). Es el ojo el
escultor y no yo ni mis manos. Luego me pregunté por qué eran humanas las
formas que veía o que buscaba, que, para el caso, ver y buscar lo que ver son
la misma cosa.
El ojo es un troquel por donde entra el mundo. El
mundo entra en nosotros por el molde del ojo. Me imagino el ojo con una silueta
humana en el iris. Como el “ojo” de la cerradura por la que todo entra… si
tiene la llave; es decir, si pasa primero por el colador antropomórfico. Vemos
lo que somos, y viceversa, somos lo que vemos. Y eso se me antoja como nuestro
mayor obstáculo que, a su vez, es también una de nuestras posibles virtudes: yo
viendo la forma humana en una piedra que el mar esculpió (y escupió) durante
quién sabe cuánto tiempo, como si la infinita insondabilidad del océano se
resolviera en esa piedra insignificante, y no tuviera mejor idea que darle
forma humana. Ese es un obstáculo epistemológico, pero es una experiencia
estética también, que me hace conmover frente a una simple piedra…
Después pienso que la piedra con forma humana soy
yo, esculpida (escupida) por el viento y el mar… Pero eso lo dejo para otro
momento…
Volviendo a la oralidad, recordé la novela Fahrenheit 451 de Ray Bradbury. En sí,
de lo que me acordé primero, y después vino todo lo demás como por un tubo, fue
de la escena de la película que Francois Truffaut hizo, basándose en la novela,
en la que “vuelan” unos uniformados utilizando una especie de propulsor en la
espalda. El truco está pésimamente resuelto. Dígase que no había en su época
los adelantos tecnológicos en materia de efectos especiales que hay hoy, o
dígase lo que se quiera, lo cierto es que esa escena resulta un inexplicable
forcejeo de uno de los directores de la nouvelle
vague por arrimarse a la máquina de dinero, digo, de sueños, que es
Hollywood. Pero dejemos a Truffaut que
con su trufa se lo coma. No es eso lo que me interesa ahora, sino el planteo de
la novela de Bradbury, que es claramente un alegato en defensa de los libros y
contra un sistema ideológico que domina a las personas reduciendo su vida a
ritos y actos previsibles que no estén fuera del control del poder. El libro es
para Bradbury uno de los instrumentos privilegiados para la emancipación del
ser humano y el anhelo
de libertad. Y eso está muy bien. Pero tampoco es eso de lo que me interesa
hablar ahora, sino del final de la novela: el protagonista huye de la ciudad
hacia donde dicen que están los que se han liberado. Es curioso que varias
distopías, literarias o cinematográficas (más las segundas que las primeras),
suelan plantear la existencia casi mítica de un lugar donde está la libertad…
Es decir, si no me equivoco, un lugar bueno… Utópico. Eso transforma estas dis-topías en… ¡ups!,
utopías; serían como distopías utópicas, ponele. No sé.
En fin, el protagonista llega a ese lugar
idealizado y se encuentra con varias personas. Una de ellas, especie de guía,
le explica a lo que se dedican: cada uno de ellos es un clásico de la
literatura o de la filosofía, se aprende de memoria una de esas obras y, cuando
envejece, se la traspasa a alguien más joven. Así que andan por ahí retozando
la Divina Comedia, el Quijote, la Ilíada, etcétera. Es el mismo mecanismo mnemológico de la oralidad,
por lo que uno podría caer en la tentación de pensar que la novela de Bradbury
es una revalorización de las sociedades ágrafas (acuérdense de lo que decíamos
antes sobre esta palabra). Pero no, ya adelantamos que la novela lo que ensalza
es al libro; es decir, a la escritura. En primer lugar, porque el guía le dice
al protagonista que están memorizando estos libros para esperar el momento en
que puedan volver a existir… como libro, como obra escrita, y ya no tener que
hacer esa labor titánica de aprendérselos de memoria; y en segundo lugar,
porque se memorizan los libros oración por oración, párrafo por párrafo. Esto estoy convencido de que no era la
mnemotecnia usada por las culturas orales, más bien la obra no era de nadie en
particular, sino de la colectividad, que la reelaboraba continuamente,
recomponiéndola, recreándola en cada acto de verbalización; y no pudo pasar
sino que el intérprete fuera a su vez coautor, es decir, que rellenara
espacios, resignificara fragmentos según las condiciones de vida y las
circunstancias en las que se hallara; y el siguiente intérprete debió memorizar
(en esa memoria gelatinosa y proteica) lo que escuchó de su antecesor y
recrearlo a su vez.
Hay quienes afirman que, aun cuando esas obras
“sufrieran” (sic) un sinfín de modificaciones, debió sobrevivir su esencia
incambiada. No lo creo así, más bien lo contrario, lo que se me antoja que
debió sobrevivir fueron ciertas estructuras narrativas y poéticas que daban
molde, una forma a su contenido que no podía sino cambiar.
No sé si me apresuro en conclusiones, pero se me
hacen mucho más interesantes y humanas las obras que no permanecen iguales al
paso del tiempo, y que van mutando fruto de la incidencia directa de quienes
las trasmiten. Se me podrá decir que no otra cosa son también las obras escritas,
y que cada lector o traductor las reelabora a su modo, pero sigue estando ahí
el texto original como juez, como norma… Como una biblia de sí mismo.
(Paréntesis: si realmente la biblia fuera la
palabra revelada, lo más seguro sería que esa palabra no se le revelara
solamente a determinados hombres – en el sentido genérico y de género – en un
determinado período, y que de una vez y para siempre nada ni nadie más pudiera
sentir o ser objeto de esa revelación; imagínense los que creen qué pasaría si
la biblia no fuera un libro escrito, sino un conjunto de relatos supeditados a
cada momento y a cada intérprete. Claro, para empezar, no se necesitarían
maestros, profetas, patriarcas, sacerdotes, mesías, evangelistas ni ninguno de
esos militares del alma. Fin del paréntesis.)
Hace un tiempo le comentaba a alguien sobre la idea
del nacimiento de la agricultura como “la gran calamidad” de la humanidad… Y la
persona me decía que sí,
que estaba muy
bien eso, pero que
no había que olvidarse de que la agricultura no sólo
produjo imperios y desigualdad, sino también, en determinados pueblos, un
conocimiento profundo de la naturaleza, que no su domesticación; sino la
observación atenta de sus ciclos, lo que nos llevó al descubrimiento de otro
campo fértil, pero arriba: el celeste. El movimiento de los astros y su
influencia en la tierra, las estaciones, las fases de la luna, la consagración,
en definitiva, de un animismo más complejo y simbólico que el de los nómadas…
Es una idea interesante. Sin embargo, no puedo
dejar de intuir que eso pudo ser así en ciertos clanes pequeños y no en la
reestructuración social que dio origen a las grandes “civilizaciones”.
En un libro que estaba hojeando el otro día (Los símbolos de la biblia de Paul Diel),
se habla sobre el surgimiento del hambre aparejado al de la agricultura. Es
decir, los humanos se establecen en un lugar y pueden producir alimento en
cantidades insospechadas hasta entonces. Aun así siguen estando supeditados a
los fenómenos climáticos: lluvias, sequías. Al verse impedidos de movilizar
todo el asentamiento complejo y especializado que han desarrollado, eso los
deja atrapados. Enjaulados y con la puerta abierta, como un pájaro nacido en
cautiverio que no abandonara el lugar esperando hasta la inanición que se
llenen los recipientes de la comida y del agua. Pero cualquiera sabe que el
pajarito de la jaula no dudaría en abandonar su cautiverio a la menor
oportunidad. Que no lo hiciera el humano quedará como un enigma que quizás
alguien más capacitado pueda ayudarme a desentrañar…
nómada
nómade
nomade
no-made
no-made-in
made
in nowhere
where
is the name no-made
no-name?
no name
no nombre
no nome
no hombre
no homem
no home
Hoy pensé en la palabra “epístola” y lo fea que es.
Misiva, también, horrible. Son como bélicas.
Parece que uno, en lugar de escribir una carta, estuviera tirando
balazos por ahí, o un misil tierra aire tierra; ambas metáforas del arrojo (en
todo sentido): algo que se lanza, pero con violencia. Ante la ausencia de
otras, prefiero la palabra carta. Aunque me suena a papel duro, todo mal
doblado y metido a prepo en un sobre, pero bueno, la sigo prefiriendo. Pensé
entonces que yo tengo el insignificante privilegio de haber escrito algunas
cartas. Pero no son muchas. Creo que no pasan de diez. Le escribí a mi hermano
cuando se fue a vivir a Buenos Aires, y a una novia que también vivía ahí.
Quizás pueda haber alguna más que no recuerde. No importa. Muy pronto me
reciclé en el formato virtual del correo electrónico, que uso hasta hoy con
frecuencia. No sé cuántas cartas podría haber escrito sin la existencia de los
e-mails, pero estoy seguro de que no hubieran sido muchas. Entiendo a los que
añoran la carta manuscrita. Yo también me asombré de unas cartas de mi abuelo
escritas hace casi un siglo, y, si bien es cierto que me deslumbró la extensión
y la caligrafía (estaban escritas con pluma), no me asombraron por su
contenido. Quiero decir que la carta era escrita y corregida (quizás muchas veces)
y eso le daba un carácter que podríamos llamar literario, o hasta poético, pero
en el peor de los sentidos. Se me ocurre que son como esos relatos o poemas
primerizos en los que uno quiere sonar “elevado”, grandilocuente, altisonante,
retórico. Es decir, con el berretín de escribir “bien”. Por ejemplo, si quería
decirte: “me encanta tu pelo”; decía: “las volutas febeas de tu cabello llueven
sobre tus hombros como un sauce frondoso en primavera”. Lo entiendo, porque lo
escrito tiene como el peso y la sombra de la relectura; corre el riesgo de la
revisión, y, entonces, es hijo de la reflexión que sopesa cada palabra y sus
posibles interpretaciones. No es raro que hubiera gente que se dedicara a
escribir las cartas de otros, porque, claro, qué responsabilidad, cómo
conformarse con lo escrito sabiendo que el destinatario podría leer una y otra
vez, y quizás encontrar alguna insinuación involuntaria, un adjetivo mal
elegido que diera lugar a una atormentada sospecha…
Ya sé que exagero. Pero es que no veo en la antigua
costumbre de las cartas nada que no pueda sobrevivir hoy en los correos
electrónicos o incluso en los mensajes de texto de los celulares. O
planteándolo de otro modo: ¿qué es lo que deberíamos mantener como bueno de las
cartas? Claro. Siempre dependerá de cómo escribas tus e-mails o tus mensajes de
texto. La superficialidad no es informática, sino humana; y no creo que sean
precisamente las cartas escritas las que nos salven de esa superficialidad.
Además, si la informática nos ha hecho ir perdiendo la escritura, no será ese
el peor mal que sus críticos le achaquen. Ojalá se perdiera totalmente la
escritura si pudiéramos con eso recuperar un modo de estar en el mundo más
apaciguado y humano.
Pero también es claro que eso no lo provocará ni
cerca la informática, ni el celular más sofisticado, ni ningún “avance”
tecnológico. Por ese lado vamos muertos.
No sé, de repente me fui poniendo oscuro y
apocalíptico mientras escribía… Juro que no era la idea, pero bueno.
saltar del enojo a la alegría
como niños
anclarse en el presente
pero no por la angustia
de haber perdido el futuro
sino porque nadie lo posee
ser hoy
sin espejos ni especulaciones
sin esperas ni esperanzas
sin espirales para el paso del tiempo
saltar de la alegría al enojo
tener el coraje de la ira
y la voluntad de la risa
sin mesa ni mesura
sin comida ni comedido
sin punto medio
que el medio es una abstracción ilusa
en un mundo de extremos
pingponear el hoy
y que mañana nos encuentre
con los pertrechos prontos
para poder saltar livianos
del enojo a la alegría
como ranas en lagos artificiales
En la mitología nórdica hay un bosque sagrado (de
los Semnones) que sólo podía atravesarse encadenado y, si la persona se caía,
debía salir de él rodando.
Me gustan las supersticiones como ésta. Y, cuanto
más estrafalarias, mejor. En este terreno, lo ridículo o caprichoso me parece
inmensamente más interesante y preferible que lo racional o lineal.
Frazer describe la magia simpática como un proceso
por el cual ciertos objetos, vegetales, animales, etc., adquieren el poder de
evocar otras cosas, y pueden incidir en el acercamiento o lejanía de ellas,
según se necesite: una prenda de la persona amada puede servir para lograr la
correspondencia amorosa. También se dan procesos simbólicos y de representación:
los fosforitos cazando un antílope, dibujados en la piedra… Pero en todos los
casos hay una relación más o menos directa entre el objeto y su radio de
influencia. A esto me refería al principio, en el caso del bosque de los
Semnones la persona está encadenada y, si se cae, debe salir rodando. Me
imagino la escena y me resulta sumamente graciosa, totalmente estrafalaria, me
gusta, me divierte.
Me imagino otros posibles procesos supersticiosos:
alguien debe rendir un examen (y pueden probarlo si quieren, pero no me hago
responsable de las consecuencias) y, para que le vaya bien, entra caminando de
espaldas y continúa así hasta el final de la prueba. Si el resultado es
negativo, la persona se irá caminando normalmente de frente, rehaciendo el
camino anterior, para volver a repetir el proceso la próxima vez; pero si
el resultado es positivo, entonces la persona se marchará nuevamente caminando
hacia atrás… Imagínense todos los aspectos prácticos (tropezones, caídas,
explicación a los compañeros y, sobre todo, al tribunal, que lo observará con
gran extrañeza) que deberá sortear la persona… Se me ocurren otros, pero
después les cuento.
para conseguir el amor de una mujer
robar un banco
para recordar a un abuelo muerto
pincharle las ruedas al auto del vecino
que nunca le da ni una moneda
al cuidacoches de la cuadra
para salvar al cuidacoches de la cuadra
de las sospechas del vecino
del auto con las ruedas pinchadas
invitar a salir a una estatua viviente
y convencerla de que cambie de oficio
para cambiar de oficio tomarse un taxi
entrando por una puerta y saliendo por la otra
y contratar a un abogado que encuentre un vacío
legal
para que el taxista no nos cobre
para que los taxistas no nos cobren
volverse una estatua viviente
que represente a un cuidacoches
para ser cuidacoches
conseguir el amor de una mujer que sea abogada
y darle una moneda
para que le haga una estatua a su abuelo muerto
para que quiebren los bancos
estudiar abogacía en un taxi
con las ruedas pinchadas
y así…
Cuando dije que prefería las supersticiones
estrafalarias, debí decir: estrafalarias e inofensivas. Esta otra
característica es muy relevante. Porque me puse a pensar que existen
supersticiones que son estrafalarias pero no inocuas, sino dañinas para el
individuo, que lo aprisionan, lo estructuran, lo controlan… Y eso no es nada
divertido.
No es lo mismo que alguien camine por las baldosas
sin pisar los bordes, que creer que existen demonios maléficos de los que nos
va a salvar la imagen de un tipo colgado en dos tablas cruzadas. Y eso por
hablar sólo de las supersticiones religiosas, que son de las más perniciosas
que existen. Pero las hay también de otros tipos: supersticiones políticas,
filosóficas, epistemológicas, económicas, morales, sexuales, artísticas, familiares… Esas son tan o más
perniciosas que las religiosas, o dicho de otro modo, adquieren su forma de la
religión que, quizás, es la madre de todas las supersticiones.
Todas las formas del autoritarismo, e incluso la
democracia, se basan en supersticiones. Qué otra cosa sino una red invisible y
simbólica (cuando no, más que material como la tortura, la prisión, el
asesinato) con la que se adoctrina a las personas, podría explicar esas formas
de “organización” política que sostienen la riqueza de un pequeño grupo y la
pobreza de la mayoría. Banderas, escudos, himnos, desfiles, películas,
propaganda, uniformes, escuelas, ejércitos, música, arte, deporte, epopeyas,
son los íconos que construyen esas ficciones de la infelicidad humana.
La fuerza de estas supersticiones negativas reside
en la manera que encuentran para filtrarse lentamente debajo de la piel hasta
el punto en que la persona se convence de que es algo natural, que siempre
estuvo ahí, y siempre estará. El supersticioso es el defensor más
fundamentalista de la superstición. Lo malo es que, cuando un sistema
supersticioso, de estos que estamos tratando, muere, de viejo o a manos de
otros, queda en las personas la estructura psicológica de la superstición,
vacía, pero en pie, y esos andamios sólo tienen que esperar cualquier otro
sistema que los venga a rellenar para revivir con la misma fuerza o mayor.
El objetivo será, no sólo intentar derrocar a los
sistemas supersticiosos, sino derrumbar esa estructura; y eso únicamente lo
puede lograr la libertad del individuo…
Ya sé, ya sé que no se puede hablar hoy en día de
libertad sin que asome la mueca escéptica que no llega a sonrisa (ojalá lo
fuera) porque es sólo el rictus cadavérico del miedo y del desasosiego.
Nos aterra la orfandad, precisamente porque nacimos
solos. Estamos rodeados de soledad, y no alcanzo a ver con claridad cuándo fue
que nos convencimos de que era algo malo y no el comienzo de la fraternidad más
elemental y absoluta. Porque estoy y me sé un ser solo, solitario en el más
adentro de mí mismo, es que necesito la soledad ajena para encontrarme. Pero no
por medio de esos puentes lujosos y ficticios, sino por la puerta más rústica
que me lleva al otro…
vida caracol
el nómada
era la casa
Hace unos días escribí: “para poder saltar livianos
/ del enojo a la alegría / como ranas en lagos artificiales”, y hoy empecé a
leer La sociedad del espectáculo de
Guy Debord, el situacionista. En un párrafo del prólogo, que escribió Christian
Ferrer, dice que los situacionistas eran “paseantes como zahoríes (radomantes,
los que buscan agua con una rama), había que cortar los circuitos urbanos, no
cabía otra salida: las puertas de la ciudad estaban cerradas desde el exterior,
y las únicas fugas permitidas, las del turista y la del espectador, conducían
hacia las entrañas mismas del cosmos carcelario. Había que desplazarse errantes para encontrar márgenes fronterizos
desde los cuales combatir la representación simbólica del hábitat. Había que
restituirla a un principio de identidad mágico y experimental.”
Y entonces pensé que saltar como ranas era como
andar por ahí, a la deriva; y que hacerlo en lagos artificiales era como si esa
deriva fuera por el diagramado de la ciudad. Entonces me digo que escribí un
verso situacionista sin saberlo. Claro, yo estaba hablando del nomadismo,
urbano, si se quiere, y ahora se me ocurre que el situacionismo fue también una
especie de nomadismo.
Igual, voy a seguir leyendo el libro, entre otras
cosas, para ver si confirmo mi idea o no. Después capaz que les cuento.
sucesos inconexos
una charla casual
una lectura
un accidente doméstico
una película sensacionalista
un pequeño desencuentro afectivo
un recuerdo de la niñez
una llamada telefónica…
coincidiendo
pongamos
en dos o tres días
pueden dejarte como una media
tirada y dada vuelta
sin el exoesqueleto adusto
del adulto adulterado que somos
niños sin lágrimas
Soy pésimo sacando fotos. Me quedan siempre o fuera
de foco o con algún objeto o persona cortados brutalmente. No hago centro en lo
que debiera ser el elemento protagónico del registro, y muchas veces se
inmiscuyen cosas incompletas que ocupan el rectángulo como intrusos: el mango
de un paraguas, un mantel mal doblado, bolsas, ropas tiradas… En fin, un
desastre, no tengo ni las básicas para la fotografía.
Quién me diga que ahí no haya algo más de mi
personalidad que no puedo ver, pero que, sin embargo, está, como en una foto
mal sacada.
Todo esto viene a cuenta de una idea para una serie
de fotografías que nunca sacaré, pero que no abandono la esperanza de que
alguien con talento (con inteligencia, intuición, talento y tiempo) lo haga. Ya
lo he intentado en varias oportunidades y, si bien he recibido con interés la
propuesta, aún no he conseguido que se concrete. Así que seguiré intentándolo,
quizás alguien que lea esto se convenza de que es una buena idea y finalmente…
Esta es la idea: me he cansado de ver sillones al
lado de los contenedores de la basura. Sillones hechos pedazos, pero siempre en
una posición que parece premeditada, componiendo la escena doméstica de un
confortable living donde la persona se sienta junto a una mesa con una lámpara…
Como si alguien hubiese estado sentado ahí
hasta hace sólo
un instante, con
los pantalones un
poco arremangados para que no se les marquen las rodillas, con las
piernas cruzadas y fumando; quizás leyendo un libro o tomando una copa de
coñac…
Varias veces el sillón no está solo. Lo acompañan
alguna mesa destartalada, un colchón apolillado, unos trapos, cartones… Es una
escena estética, sin dudas, donde cosas que no suelen estar juntas se reúnen
por casualidad. Pero no hay artista que medie en esa acción y eso la vuelve
también una escena profundamente humana, simbólica, conceptual. De todas las
veces que lo he presenciado (y fueron muchas, lo aseguro) nunca dejó de
impresionarme, de provocarme una mezcla de asco y emoción. Me atrapaba y me
repugnaba, me resultaba interesante, pero, a la vez, sentía que eso era una
cruel representación de la realidad.
El contenedor es el supermercado de la basura; ahí
sobrevive el consumo, boqueando como un pez afuera del agua, que sacude su cola
para parecer contento y conquistar a alguien que siga viendo en él una
utilidad. Así el mundo y así el humano. Sillones enrulados de resortes que ni
siquiera entran en un contenedor de basura; y la ciudad, sacra y sarcástica,
nos pone esos altares de esquina, como las únicas ofrendas que tiene para
darnos.
soy alternativo
pero sólo de mí
soy mi alternativa
yo soy yo y mi alter-nativo
el aborigen que me puebla las aldeas del adentro
me anda recolectando
me caza por ahí
y me trae me desangra
me quita la piel y las vísceras
me cuelga a secar
y me va trozando
los cuartos
la pechuga
el costillar
y me echa a las brasas
después se duerme satisfecho
justo cuando suena el despertador
somos paganos de la ciudad
no sus pagarés
somos yacarés que agujerean
las carteras que se hacen con sus pieles
festejamos cuando queremos
no tenemos santos
ni efemérides
ni dioses
somos paganos
porque vivimos en un templo que nos odia
porque vivimos a merced de dioses que no elegimos
porque sufrimos las inquisiciones
y somos carne de patíbulo
somos la ordalía de la ciudad
las víctimas del sacrificio que nos condena
y nuestras cabezas adornan las paredes
de todos los cazadores que nos temen
porque saben que no haríamos lo mismo que ellos
y eso no se perdona
somos tiburones vegetarianos
en peceras gigantes
pero no nos comemos sus raciones
y eso tampoco se perdona
En una conversación con dos amigos de una
inteligencia y una memoria privilegiadas, comenté sobre todo esto que estoy
escribiendo; entre otras cosas, sobre la oralidad
y la escritura, el sedentarismo y el nomadismo…
En seguida me empezaron a llover datos de autores y libros, con tanta precisión
que mis ideas me parecieron las más obvias e ingenuas del mundo. Les hablé del
profeta Ezequiel y de mi interpretación que ya conocen, y me referí al pasar a
algo que había escuchado pero no chequeado personalmente: que la historia de
Caín y Abel era la representación del triunfo del sedentarismo (encarnado en
Caín, agricultor) sobre el nomadismo (encarnado en Abel, pastor). Uno de estos
amigos me dijo que si Abel era pastor, entonces no era nómada, a lo sumo
trashumante, y que el hecho de ser pastor implicaba una domesticación animal,
así como la agricultura lo era de lo vegetal…
Me fui a releer el relato bíblico y, no sólo
confirmé lo que dijera el amigo, sino que era posible incluso la interpretación
contraria del mito, porque el dios,
luego del fraticidio, condena a Caín a errar por el mundo… como un nómada:
“aunque labres el suelo, no te dará más su fruto. Vagabundo y errante serás en
la tierra.” (Gn. 4.12).
En fin, que lo bueno de la charla con amigos es que
uno aprende lo que no está escrito, ¿no es cierto?
la casa está en ruinas y repleta de objetos
como si fuera un nudo mal hecho
en el entramado de la ciudad
se escucha ensayar a una banda en un cuarto
en algún lado otro estará durmiendo
hay una sala con ventanales y sin muebles
un televisor mal sintonizado
un perro anda husmeando por ahí
en las paredes hay frases escritas
una pequeña lámpara ilumina
con su redondel de existencia
y el hombre está encorvado sobre el cuadro
como pinchando mariposas
en el insectario de su cerebro
Encontré lo que buscaba: la interpretación del mito
bíblico de Caín y Abel como el triunfo del sedentarismo sobre el nomadismo. En
un libro de Isaac Asimov donde se hace un estudio pormenorizado, casi versículo
a versículo, de las fuentes históricas y geográficas de la biblia (sí, el mismo
Isaac Asimov de la ciencia ficción; aunque, si te ponés a pensar un poco, no
resulta tan inexplicable su interés por la biblia, ¿no?).
Un dato curioso es que Caín quiere decir
“herrero”. Entonces, al carácter de
labrador de Caín se le suma el de herrero, dos claves del asentamiento en las
ciudades y su defensa. Abel quiere decir “un soplo de aire”, y dice el autor:
“lo que parece indicar la inseguridad y brevedad (sic) del estilo de vida
nómada contra el esfuerzo estable del labrador.” Hay que aclarar que Asimov
advierte que las historias primitivas se escriben desde el punto de vista del
labrador, para el que los nómadas eran “depredadores bárbaros, crueles y
sanguinarios (otra vez sic).” Si bien mantiene esa interpretación, también habla de la condena divina sobre Caín, que se
fue a habitar la región de Nod. Dice Asimov que la palabra “Nod está
emparentada con el término que significa vagabundo.
En consecuencia, habitar en la región de Nod significa que alguien emprende
una vida de vagabundaje y se convierte en nómada.” O sea: de las dos cosas
planteadas, en Asimov encontramos las dos: la interpretación del triunfo del
sedentarismo sobre el nomadismo, que mi amigo y el propio texto bíblico
desmienten, y el nomadismo de Caín…
Esto se complica.
En Los mitos hebreos de Robert
Graves y Raphael Patai, se recopilan no sólo los relatos bíblicos y canónicos,
sino una infinidad de mitos y leyendas adyacentes que componen la tradición
mitológica de los hebreos y el contacto (muy fluido) con otras civilizaciones
de las que los antiguos hebreos tomaron infinidad de leyendas, personajes,
dioses, símbolos, etc.
Un relato sostiene que Caín, cuando el dios se
muestra más proclive a Abel que a él en sus oblaciones (Gn 4.3-8), el fraticida
responde “con un grito que todavía repiten los blasfemos: ¡no hay ley ni juez!” ¿Qué me dicen, eh? ¿Será que habremos
descubierto en Caín al primer anarquista de nuestra tradición cultural?
Y hay más. Cuando se encontró con su hermano Abel,
Caín le dijo que no existía el más allá, ni la recompensa, ni el castigo
divino, y que éste era un mundo sin misericordia ni compasión. Es que, claro, además de anarquista, Caín era
obviamente un férreo materialista.
Tiene sentido. ¿Díganme si no es mil veces
preferible la opción de Caín?
Seguramente, la discusión con su hermano se fue
acalorando y, como buenos hermanos que eran, la cuestión se terminó
solucionando a los bifes; un golpe mal dado y Abel cae herido al suelo, ante la
estupefacción de su hermano que, sin intención (hoy diríamos culposo, y no
doloso), descubre que ha asesinado a su hermano Abel.
Otra versión del mito describe la marca de
maldición de Caín como una letra tatuada en el brazo y que se sugiere en el
libro del profeta…, ¡chachachachán!, ¿a que no adivinan qué profeta? Sí, señor,
el profeta Ezequiel. ¿Pueden creerlo? Todo vuelve a donde empezamos.
Se dice que esa letra es la TAV, última del
alfabeto hebreo y fenicio, con forma de cruz, de la que derivaría la
crucifixión; así que, para que no tuviera una connotación positiva, se la
sustituyó por la letra TETH, que es una cruz dentro de un círculo, y que, con
el correr del tiempo fue derivando como se muestra en la figura a continuación,
lo cual implicaría una prueba más de que Caín fue el primer libertario.
(dibujos)
Encontré otra interpretación del mito de Caín y
Abel en Los símbolos de la biblia de
Paul Diel. Caín representaría el “fermento evolutivo” (sic XL), ya que, al
matar a su hermano pastor, “la inocente (sic XXL) cultura de los pastores”,
implica una intelectualización de la vida humana que permitirá la “organización
de la vida social, técnica, y la mejora benéfica que puede tener para la vida
humana” (sic XXXXXL). Justamente de todo lo que nos venimos apenando hace
varias páginas.
Pero ya me harté de tanto mito bíblico y la mar en
coche, así que, no sé si será el séptimo día,
pero veo que lo hecho estuvo bien, así que me voy a echar un rato…
el mito funde
pero también confunde
el mito funda
y es funda también
el mito es mitómano
foto mitón
yo en la foto de niño
tocando el piano con mitones
el mito se mete
en las metas de la mente
miente
muta
se vuelve metáfora
y ya nadie lo puede volver a meter en su jaula
Releí todo lo escrito hasta ahora y no puedo dejar
de pensar en que debería corregirlo, emprolijarlo, cambiar, sacar, poner,
cortar, pegar…, profundizar un poco. Pero eso no es posible. Aunque me mienta a
mí mismo diciendo que hay alguna que otra idea interesante que amerita ser más
pensada, eso no va a ocurrir, lo sé por experiencia. Estoy convencido de que
casi todo lo que hago está bajo ese mismo signo, que tengo ganas de definir
como repentismo. Así como salió en
ese momento, así se queda. El repentismo es como una de las formas del arte de
la improvisación: ad libitum, impromptu, payada psíquica; pero también
emoción. Así es todo, así se ha vuelto todo en mi vida: repentista. Todo es de
repente, así, como si nada, salido improvisadamente a cada instante, hundido
hasta las narices en un acá y en un ahora (un acaísmo y un ahorismo) que muta
como muto yo…
Hace algún tiempo me había inventado un pseudónimo
que era Mute Quesmas, y ahora se me
ocurre que era interesante la mezcla de la variación continua, la mutación,
pero también del silencio, por el “mute” de los aparatos de música o del
televisor. Silencio y cambio, cambio y silencio, como un ping-pong existencial,
como dos principios que alternan continuamente…
Mi experiencia de vida (que no es mucha) me ha
convencido de que lo único que uno puede hacer es pulsear con el tiempo, pero
siendo consciente de que todo es un juego, una diversión; que no por juego es
siempre feliz o agradable. Divertirse
puede ser muy trágico también. En el plano colectivo, el yo tiene que aprender
a improvisar, a estar dispuesto a dejar que las cosas tengan su proceso, no
molestarlo. Lo que no quiere decir no incidir.
Siendo, ya incidimos. Ser es incidir en lo que nos viene ya dado desde
que despertamos a la noción del ser y del tiempo. Ser es tener el coraje de
asumir lo imprevisible.
Creo que para escribir (y podría arriesgarme a
decir que para todo lo que se hace) se necesita inteligencia, talento, intuición y tiempo. Sé que mi inteligencia es, como mi talento y mi intuición,
superficial, como decía, repentista: no alcanza a sondear lo que está más allá
de la vista. Veo conexiones que puedo establecer cognitivamente, pero nunca son
deslumbrantes u originales. Lo mismo puedo decir de mi talento y mi intuición.
Lo que sí definitivamente no poseo es tiempo. Escribo unos quince minutos
cuatro veces al día, cuando fumo. Soy un fumador que escribe, y no
viceversa. Ya se imaginan (bueno, es lo
que han estado leyendo hasta ahora) lo que se puede hacer en una hora máximo de
actividad por día… Ese es mi repentismo: la improvisación que me permite darme
unos chapuzones en el océano infinito. Donde otros bucean por horas y por días,
y descubren criaturas nuevas, yo sólo veo algún que otro pececito de colores…
la mente
es sedentaria
en un cuerpo
nómada
errar es humano
establecerse
no
el libro
es sedentario
agrícola
y grafo
por eso en los diccionarios
se asimiló
el errar al error
también existe el logopolio
los linguatenientes
y los grandes “ingenios”
que acopian palabras
cosechadas por todos
después nos las venden a altos precios
en escuelas y librerías
en urnas y templos
en congresos y parlamentos
por eso el neologismo más ingenuo
es también un acto de rebelión
Todo, cualquier cosa, puede servir para ejercitar
el repentismo. Basta elegir algo, aunque lo cierto es que ese algo suele
elegirnos a nosotros, y no al revés; porque lo que se elige al azar estoy
seguro que tiene conexiones mentales profundas, y nuestra mente es como si ya
supiera rudimentariamente que ahí hay algo, aunque ignore qué sea en concreto.
En eso juegan la intuición y la inteligencia (en ese orden); después, el talento es lo que puede aceitar la llegada
a algún lugar interesante. Obviamente que para todo esto se necesita tiempo; a
veces más (semanas, años), a veces menos (un día, unas horas, minutos).
Ahora, por ejemplo, estoy escribiendo esto donde
suelo hacerlo todos los días; es un altillo con una pequeña abertura cuadrada
hacia la azotea, a la que se accede por una pequeña escalera de madera. Como no
fumo en la casa (ahora con más razón por los hijos), lo hago en ese altillo
unas tres o cuatro veces diarias (como ya conté), y utilizo esos momentos para
escribir. Por eso (como ya conté, también) soy un fumador que escribe, y no al revés, y por eso también
lo del repentismo, zambullirse unos quince minutos en la escritura, como ahora.
La imagen que ve mi vecina Stella, cuando sube a su azotea, es la de mi cuerpo
recortado por el cuadrado de la abertura. Como en un retrato (también casi
inmóvil), ve mi cabeza inclinada y parte de mi pecho. Es que estoy escribiendo,
y lo hago con un cuaderno apoyado en un escalón de la escalera de madera… Toda
esta digresión es para poner mi ejemplo de ejercicio repentista (aunque todo lo
anterior ya lo es), el escribir en una escalera: he ahí la elección de un
motivo que ahora habrá que empezar a desarrollar en el derrotero “aleatorio” de
la escritura, viendo qué conexiones encuentran la inteligencia, la intuición y
el talento… Pero me quedé sin tiempo, así que lo dejo para el próximo cigarro.
Hasta entonces.
una esfera sale despedida por un resorte
da vueltas
choca rebota
vuelve a chocar contra superficies gomosas
activa mecanismos
derriba placas
enciende interruptores
asciende por una rampa
y desciende con más velocidad
choca rebota
vuelva a chocar
aprieta botones
rueda hacia abajo
hasta un agujero
y se pierde en la oscuridad
pero otra esfera aparece ya
para ser despedida por el resorte
el repentismo es como un flipper de ideas haciendo
carambolas
como un partido muy breve de ping-pong
con ocho jugadores y seis pelotas
una pequeñísima entropía
un pelotero que hay que abandonar cuando se pone
bueno
un tubo de ensayo que no tuvo ensayo
una obra que es el ensayo
un ensayo de arte
y no sobre el arte
sino debajo de él
una radomancia en el mar
una radio en el estadio
un estadio sin estadio
un estado de pausa
un estar
un paréntesis ni curvo ni recto
un paréntesis redondo
una circunferencia
un círculo en el aire
un aro de humo del cigarro
una burbuja
una pompa de jabón
que se rompe al mínimo contacto
de repente
Tenemos un aparato en la casa que, cuando está
apagado, marca la hora con números luminosos que se ven en la oscuridad de la
noche. Desde que está con nosotros, ha cumplido un rol insospechado y
neurálgico para el hogar.
Cuando los hijos nacieron, nos acostumbramos a ese
reloj digital, que resultó mucho más
efectivo que el despertador. Los bebés debían tomar teta cada tres horas, a
rajatabla, y el despertador nos dejaba a todos sobresaltados y nerviosos,
mientras que el silencio de aquellos números
luminosos se nos iba imponiendo como una presencia cada vez más insustituible.
Pronto empecé a reparar en algunas coincidencias
que, confieso, terminaron por obsesionarme. Cada vez que miraba el reloj o era
la hora de la teta, el inmutable cronómetro marcaba números que encerraban un
misterioso patrón: 01:10, 15:15, 14:41, 22:22, etc. En la mayoría de los casos
eran números capicúa, o el mismo número de horas y de minutos, cuando no las dos cosas (11:11).
Con el pasar de los meses, me fui acostumbrando y
ya no me sorprendía mirar y ver que se mantenía la constante de números
relacionados. Pero hoy, más de un año y medio después, descubrí un nuevo
fenómeno en el reloj digital… Cuando lo observé (la hija estaba tomando su
mamadera de fin de día), el reloj daba las diez y cincuentaicinco de la noche.
Sé que en principio no parece nada extraño, pero yo sé que sí. Creo que el
reloj ha superado una primera etapa y está pasando a la siguiente. Ustedes
quizás no lo ven, pero piensen y reflexionen detenidamente sobre esto: las 10
de la noche son las 22 y, en el formato de números de los relojes digitales (o
como en las calculadoras) éstos se forman únicamente de líneas rectas. Si
tienen lápiz y papel a mano, dibujen un 22 como se vería en la calculadora,
pongan los dos puntos que separan las horas de los minutos en estos relojes, y
escriban 55 con el mismo tipo de números...
¿Y? ¿Qué me dicen ahora? ¿No ven nada? ¿Nada que
les llame la atención? Si miran con detenimiento, se darán cuenta de que el
número 55, si lo leyéramos al revés,
sería un 22, y el 22, un 55. Quiere decir esto que nuestro reloj digital ha
superado la etapa del simple número capicúa, y ha ido más allá. Ahora es una
etapa que podríamos llamar supracapicúa o ultracapicúa. Y esto es lo que más me
preocupa: la capicúa, el palíndromo, el quiasmo, son estructuras cíclicas,
circulares, que terminan en donde empezaron, o, por decirlo de otro modo, son
un círculo vicioso del que no es posible escapar. Como en la figura del
Ouroboros, la serpiente o el dragón que se devora a sí mismo como la única
manera de resolver ese encierro cíclico e infinito.
Pero ahora, habiendo pasado a la etapa del
supracapicúa, ya no creo que tengamos escapatoria. Espero que alguien lea esto
y, si bien no creo que pueda socorrernos, al menos que se libre de la
perniciosa influencia de estos monstruos silenciosos y pacientes.
El hijo se quemó una mano y un pie con una crema de
leche recién hecha. Vino la emergencia móvil y lo vendaron, le pusieron pomadas
y se fueron. Nos tiene sorprendidos lo rápido que se recupera y cómo ha tomado
todas estas molestias dolorosas.
Tenemos que llevarlo día por medio a que lo curen y
le cambien las vendas, y es de esto que quería hablarles. Hoy demoraron más de
una hora y media en atendernos, así que nos dispusimos a investigar todo lo que
había: humano y no humano. Aquello parecía el purgatorio de los ancianos: era
eterno y doloroso; daba la impresión de que nadie se iba, o, si lo hacía, eran
unos pocos, pero continuamente estaban llegando más y más personas, con
bastones, rengueando, agarrados a otros que los acompañaban; con vendas
gigantes en diferentes partes del cuerpo, venían del frente de batalla al hospital de campaña,
y, cuando alguien tenía la suerte de ser llamado, demoraba mucho tiempo en
salir. Yo me imaginaba un médico barbudo con un
delantal de carnicero, todo salpicado de sangre, con una sierra en la
mano. Le pondrían al “paciente” un trapo en la boca con cloroformo o éter, le darían un trago de caña y el cirujano
improvisado comenzaría su tarea ante la mirada desorbitada del infeliz,
recostado en una tabla, semiincorporado sobre los codos, creyendo y no creyendo
lo que le estaban haciendo a esa pierna que, sin embargo, era la suya. El dolor
habría cruzado ya la línea de la percepción y lo estaría llevando hacia otras
regiones de la sensación, desconocidas hasta entonces.
Me acordé del mosaico en el que Darío se enfrenta a
Alejandro, y los ojos del persa están también desorbitados, en una escena de un
patetismo tan cruel y trágico que el artista anónimo no debió poder controlar
el protagonismo del persa, dejando a Alejandro, magno y todo, absolutamente
relegado a un segundo plano.
Pensé entonces también en los cuadros que suelen
colgar en estos sanatorios. El encargado de elegirlos debió haber demostrado,
con currículum y diplomas certificados, un mal gusto proverbial... Porque se
sospecha la intención de tornar estos lugares más agradables, y digo que se
sospecha, porque nada está más lejos de la realidad. Las reproducciones suelen
ser espantosas, cuando no desagradables. Quién te dice que no haya un caso de
nepotismo estético encubierto, para que algunos pintores fracasados, gracias al
parentesco familiar, político, comercial, etc., encuentren la vía para su libre expresión y
nuestro cautivo desagrado.
Pero volviendo a las almas que allí esperábamos hoy
de mañana, pensé que no se trataba de almas, sino de materia. Esos lugares, los
hospitales y afines, son purgatorios del cuerpo, no del alma. Allí están los
cuerpos tirados en sillas como un manto de piel zurcido que quedó abandonado
porque ya no sirve; tapados de piel humana, mal cosidos y en retazos, con
colgajos que se arrastran en el suelo para banquete de moscas y hormigas: curtiembre
sanitaria y oscura, a la que ni siquiera llega la luz del sol, apenas unos
tubos de luz que, cuando funcionan, parecen estar a punto de apagarse; de
repente, uno se enciende, y hay un cambio de luz que trae unas migajas de
esperanza, pero que se agotan ni bien los ojos vuelven a quedar estáticos en el
trozo de papel sobado con un número impreso. Por suerte teníamos el 49, y digo
por suerte, porque si hubiese sido el 44 o el 99, u otro número por el estilo,
habría sucumbido en ese ámbito tan propicio para mis manías persecutorias de
una confabulación numerológica y universal, que me habría hecho perecer como
uno más de aquellos pacientes pacientes, esa carne salada con ojos y vendajes.
Por suerte, también estaba el hijo, como una guía luminosa, como un Virgilio de
la inocencia, que me fue llevando nuevamente hasta la acera donde reinaba el
sol del mediodía, aunque no apareciera un maldito taxi por ningún lado.
No van a creerme, pero hace un momento, cuando le
daba la mamadera a la hija, ni bien nos recostamos en la cama, miré
automáticamente hacia el reloj digital: ¡Eran las 22:22! ¡¿Se dan cuenta, no?!
Todo cierra…
En fin, sólo eso quería decirles… Nos vemos mañana.
Que descansen…, y cuídense de los relojes y las calculadoras.
pongamos que hay un puesto de venta
en la puerta de una mutualista
pongamos que en ese puesto
se ofrecen las más variadas mercancías
pongamos también que somos el vendedor
y que nos levantamos muy temprano
(en las puertas de las mutualistas
las mejores ventas
se pueden dar incluso antes de que salga el sol)
volvemos a llenar por enésima vez
las viejas cajas que ya están todas desvencijadas
pero igual se conservan
porque sabemos bien cómo acomodar todo en ellas
cada cosa tiene su lugar
y además
todo calza a la perfección
en la camioneta del vecino
que cobra una tarifa muy competitiva
y pongamos que hay pantuflas
de dama y de caballero
y flores artificiales en pequeñas vasijas
de plástico imitación porcelana
nada debe ser muy grande
excepto alguna toalla de baño con motivos sobrios
salvo las infantiles
y pongamos también que hay pegotines llamativos
tarjetas para recibir o despedir a alguien
medias de abrigo
zapatillas
jabones
adornos
y pongamos que el vendedor es flaco
algo encorvado
que tiene una gran nariz
los ojos congestionados
y una nuez muy pronunciada en el cuello
y no digamos más
Cuando empecé mi vida laboral, comprendí muy pronto
que el trabajo es un engaño sutil y un brutal desengaño. Nadie puede ser feliz
trabajando. A esa conclusión llegué incluso antes de cobrar mi primer sueldo. En todos mis
primeros empleos duré muy poco. Ahora me doy cuenta de que no podía resignarme;
casi inconscientemente me resistía a esa sensación de tiempo muerto, de estar
siendo robado: me hurtaban la vida a un precio miserable. Siempre me recuerdo
pensando en otras cosas, en otros lugares y personas, como en una bipolaridad
esquizofrénica que me rebelaba, y me imponía a la vez, ese sufrimiento complejo
que implica hacer algo por dinero.
Exceptuando dos o tres changas informales, los
primeros empleos fueron en empresas importadoras. Eran los años 90 y explotaba
la quimera de la importación. Miles de intermediarios, grandes y pequeños,
ponían una oficina revestida de lambriz, dos teléfonos y el resto era depósito.
Descargar camiones y estibar las cajas para después volverlas a cargar, ahora
en camionetas. Eran empresas fantasmagóricas que existían por la única razón de
darle espacio físico a mercancías que pronto eran distribuidas. Era como
trabajar en un hotel rotativo y ambulante, sólo que en lugar de hospedar
personas, se hospedaban cajas. Mi trabajo era siempre el mismo: descargar y
cargar, cargar y descargar. Si tenía suerte, me tocaba el reparto y, por lo
menos, el día se iba más rápido en la calle.
En algunos de estos trabajos duré unas horas, en
otros semanas, meses y hasta años. Pero todo era igual, exactamente igual, lo
que cambiaba era el rubro: golosinas, electrodomésticos, enchufes, jugos,
chucherías de todo tipo. Todo importado. No es que me doliera estar
presenciando de primera mano la muerte (o el asesinato) de la producción
nacional. Puede que salvo algún pequeño productor, el inmenso resto eran y son
tan crápulas como los importadores (cuando no, los mismos). Con los patrones,
el matiz es muy difícil, si no imposible. Debe haber patrones potables...,
también vida extraterrestre. Y uno se vuelve cautivo de la no generalización,
cuando toda su vida no ha hecho sino confirmar una y otra vez esas certezas.
Lo peor de todo creo que es esa concepción que nos
obliga a creer que el patrón nos ayuda al darnos trabajo, y no lo contrario, y
uno se convence como un infeliz de que ese tipo te eligió entre muchos y te dio
una oportunidad; sí, te dio la oportunidad de degradarte como persona, de ser
un siervo, un buey voluntarioso, y se establecen así relaciones de
dependencia y subyugamiento
que hilan fino,
que son subcutáneas, y terminamos creyendo que el tipo que nos paga un
sueldo mísero, que nos hace vivir ocho o más horas diarias en locales
insalubres, sin luz natural, mugrientos, que te revisan el bolso cuanto te vas,
que no te perdonan el menor ocio; que ese tipo, justo ese tipo, inescrupuloso,
te está haciendo un favor, y vos estás en deuda con él. Es perverso e
irracional, pero ocurre...
Siempre me acuerdo de uno de mis primeros trabajos.
Como otros, lo conseguí por el diario. Me veo con el aviso clasificado en la
mano y viendo la covacha infame con un cartel de “se hacen reparaciones”. Me
veo entrado por una puerta que se abre con dificultad a un cuarto minúsculo
todo atiborrado de trastos viejos. Un cementerio de la tecnología más barata.
Pienso que ahí todo es viejo, hasta el aire, y que si trajeran el último
aparato flamante, sólo con traspasar el umbral, se convertiría en un desecho, se cubriría automáticamente de una pátina de
polvo añejo y rancio. Debajo de una montaña de cables y circuitos se adivinaba
una intención de escritorio y, en una silla con rueditas, sin respaldo y con el
polyform del asiento a la vista, estaba el dueño del local: mi patrón por un
día. “Acá, si sos cumplidor, vas a andar bien... Además, con el tiempo, podés
ir aprendiendo el oficio y terminar haciendo algunas reparaciones”. El sueldo
era pésimo, pero yo no era para nada pretensioso; tenía 17 años y hacía meses
que buscaba trabajo.
La mañana se pasó bastante rápido, me había pedido
que lijara y pintara las rejas de las ventanas del “local” (si se me permite el
eufemismo). Al mediodía cerraba, así que yo tenía que dar con mis huesos donde
pudiera, para comer y hacer tiempo hasta las dos de la tarde. Quedaba en el
barrio Sur y, como el día estaba soleado, me fui a la rambla a comerme unos
refuerzos que había llevado de casa. Cuando regresé, mi patrón por un día me
dijo que tenía que salir y que yo estaba “a cargo del comercio” (cita textual).
Lo dijo con un tono tan ceremonioso que me dejó impresionado. Me dijo que no
atendiera el teléfono, que si alguien traía algo para reparar, que lo dejara
para hacerle un presupuesto y que volviera al día siguiente. Ya cuando se iba,
me advirtió que podía venir su madre, y nada más. Me quedé amasando mi
aburrimiento como si fuera un niño jugando con plasticina, y no mucho rato
después, llegó una señora de bata y pelo desgreñado, que no tuvo que decirme
que era la madre de mi patrón ausente. Supuse que debían vivir juntos madre e
hijo en una casa cercana al “local”, con un minúsculo patio interior, oscuro y
con latas de pintura oxidadas donde unos helechos moribundos pasaban su
existencia sólo a la espera de un poco de agua o de la muerte sin más. Me
imaginé los muebles viejos, ajuar de la señora cuando se casó con un señor que
debió morir de un infarto o a causa de una diabetes furibunda. La señora entró
en el “local” ordenando. Esto es: poniendo y dando órdenes. En un sentido
estricto, no ordenaba (no era posible ordenar aquel lugar), más bien corría un
objeto cuando iba, y lo volvía a poner en el mismo sitio cuando volvía. Después
sacó un aparato que parecía salido de una película futurista de los sesenta, y
que resultó ser una aspiradora. Me ordenó que la pasara por los centímetros de
piso que aún estaban libres de objetos, y lo que parecía
una labor harto fácil, se convirtió en un
complejo sistema cuasi milimétrico en el que la señora, siempre parada detrás y
a un costado de mí, iba dándome muy precisas instrucciones que denotaban una
amplia experiencia y mucho tiempo de dedicación. Era como un maestro medieval
iniciando a su imberbe aprendiz en el conocimiento centenario de un oficio que
había pasado de generación en generación y cuyo rastro se perdía en la
oscuridad insondable de otros tiempos. Creo que aquello duró más de media hora,
y confieso que me dejó agotado. Demasiada sabiduría para mí. Le dije a la
señora que tenía cita con el dentista. Siempre usé esa excusa en estas
situaciones y no dudo en recomendarla muy especialmente a todos aquellos que la
necesiten. Muy a regañadientes, mi carcelera inclemente finalmente accedió a
dejarme ir... Y estoy seguro de que no necesito aclarar que jamás volví.
Sin embargo, cada vez que paso por esa esquina y
veo todo cerrado, me pregunto qué habrá sido de la mujer de bata con helechos
en latas de pintura oxidadas, y de mi patrón por un día y su prometedora
carrera como empresario... No, mentira, la verdad es que nunca los recuerdo, ni
los quiero recordar.
las personas trabajamos
para no tomarnos el trabajo de ser felices
la felicidad es muy trabajosa
y cuanto más trabaja uno para alcanzarla
más lejos se encuentra de ella
trabajamos porque necesitamos una rutina
que nos enseñe a odiarla
pero ya es demasiado tarde para abandonarla
ya estamos hasta las narices de deudas y costumbres
que se reciclan se retroalimentan
“y una cosa lleva a la otra” decimos
pero resulta que la cosa somos nosotros
cosificados
codificados
clasificados
calificados
calcificados
calcinados
calcetinados
encarcelados
encuartelados
encastrados
encastados
encapillados
encapullados
encapuchados
víctimas de nuestro más vil e íntimo verdugo
Hoy estoy oscurecido. Sobrevolado por nubarrones, y
todo se me antoja turbio, sedimento de un agua estancada, un barro
sedentario... Y pienso en lo que escribí antes y en el último rato, y aparece
una aspiradora. No me pregunten por qué, pero ese objeto se me impone como
símbolo ahora. Pienso en la bolsa esa donde se va juntando el polvo y la mugre
aspirada por mucho tiempo. No sé si han limpiado una aspiradora, pero uno se
encuentra con bloques de pelusa, como si se tratara del filtro de algún extraño
mecanismo que nos permite ver la mugre toda junta, compacta, amuchada en ese
mundo pequeño y vicario al que la han condenado. A veces aparece una caravana,
un tornillo, un botón, hasta una media; como si esa bolsa contuviera algo más
que lo que sobra del mundo, y fuera el mundo mismo un montón de pelos, polvo,
tierra, en la que viven los objetos contenidos... Como si el aire fuera ese
entrevero en el que también nosotros estamos. Como si todo y uno mismo fuera
una bolita de vidrio en una bolsa de aspiradora.
cosidades de la cosa
hermano
¡qué cosa!
una cosa que empieza
y lleva a otra cosa
y a otra cosa y a otra
somos cosacos
con los brazos cruzados
y zapateando
en este malambo de cosas
que es el mundo
La composición de canciones es un buen ejemplo de
cómo escribo. En sí, lo que quiero decir es que me gusta escribir como si
estuviera componiendo una canción. De hecho, hago canciones desde que aprendí
los tres acordes que sé, hace ya más de 20 años. Parece mucho tiempo, pero no
lo es, entre otras cosas, porque no soy músico, nunca estudié ni creo tener un
talento especial. Tengo facilidad motriz, por llamarlo de algún modo. Además,
es sorprendente la cantidad de malas canciones que se pueden hacer con Sol, Do
y Re. No es que crea que la simpleza es sinónimo de mediocridad; al contrario,
muchas veces, o la mayoría, la prefiero, pero hecho por otros. En mi caso,
tocar la guitarra es otro de los juegos que tengo, como escribir, dibujar,
hacer estatuitas con piedras... Lo hago sin pretensión y con el único objetivo
de divertirme; es decir, vertirme por otros canales, y enroscarme durante un
lapso de tiempo que es una pausa, un paréntesis, un congelamiento de imagen...
No sé si recuerdan cuando decía que apenas me doy un
chapuzón en el océano donde otros bucean por horas descubriendo tesoros y
maravillas... Bueno, así es. Sería como si me pusiera el traje de buzo y fuera
al agua, me sumergiera, y saliera a los pocos segundos. Lo mío es sólo
remojarse un poco, refrescarse, y no creo deslumbrar a nadie con las chucherías
que encuentro, sólo a mí mismo. Y esa es la idea: conmoverme, deslumbrarme,
divertirme un rato; y si algo valioso tiene lo que hago, es lo que me provoca a
mí la creación artística, y no el producto de esa creación.
Lo que importa no es qué se cree (valga la
ambigüedad en la que creer y crear no son lo mismo, pero podrían serlo), sino
cómo; porque lo importante es lo que produce en mí. Dicho de otro modo: crear
me produce...
No quisiera que me malinterpreten (mentira): todo
esto, dicho así, puede parecer un discurso banal, superficial, y nada más lejos
de eso. Si bien soy un ser superficial, mi superficialidad es muy profunda.
Soy, por decirlo de otro modo, profundamente superficial. Me lo tomo muy en
serio, y no se trata de una terapia alternativa para darle buena energía a los
ciegos de espíritu. Todos somos ciegos, y, como en el cuadro de Brueghel, La
parábola de los ciegos (y no como en Ensayo sobre la ceguera de
Saramago), vamos tomados de la mano y cayéndonos en cuanto pozo hay en el
mundo; pero juntos, nadie se cae solo. Cuando una persona tropieza, toda la
humanidad tropieza con ella, por más que nos hagamos los ciegos o miremos para
otro lado.
En fin, la creación, en cualquier forma o
disciplina, no es que nos devuelva la vista, pero por lo menos nos hace aferrar
con más fuerza las manos de los otros ciegos que nos acompañan... hasta la
vista.
cada uno cosa a su modo
cada cosa tiene uno
que uno no sabe ya
dónde irá a parar la cosa
porque si la cosa no para
cada vez es más grande
y cuanto más grande es la cosa
más complicada
y ahí está la cosa
que no se puede explicar
porque no hay cosa que se le parezca
entonces la cosa no admite comparación
porque una cosa es una cosa
y otra cosa es otra cosa
y con tantas cosas
no hay cosa que valga
y uno ya no sabe
qué cosa va a hacer
para saber la verdad de las cosas
es que no se puede saber cosas
porque en el fondo
uno también es una cosa
y entonces coinciden
el objeto y el sujeto de conocimiento
como dice Hegel
entre otras cosas
Ayer estábamos con los hijos y paramos un taxi que
tenía el mismo número que la puerta de casa. Ya sé que no quiere decir nada, pero para seguir
jugando un poco, me detengo en este tipo de cosas, pretendiendo ver en ellas
una hierofanía: la manifestación de lo sagrado que, por esencia, permanece
oculto en el mundo profano bajo extrañas llaves. Yo soy un profano. Por eso me
interesa la poesía, que también es, a mi juicio, un arte profano (como todas
las artes).
Sé que esto puede dar lugar a confusión, pero parto
de una visión de lo “sacro” (uso esta palabra por falta de otra, y me baso en
lo que plantea Mircea Eliade en un libro que, precisamente, se llama Lo
sagrado y lo profano) que representaría el contacto con lo inexplicable de
una manera mágica, espiritual, metafísica.
El problema es que la religión vino a complicarlo
todo. Para empezar, se apropió del lenguaje y de toda una nomenclatura que ya
no nos sirve si queremos pensar en cómo nos conectamos con todo aquello que no
tiene una explicación racional ni para lo que las religiones, en su naturaleza
intermediaria, sacerdotal, policíaca, establecen como realidades inefables cuya
existencia es posible sentir mediante la experiencia de la fe.
Yo soy un profano, insisto, porque desecho todas
esas explicaciones religiosas. Prefiero mi orfandad profana que busca lo sacro por
sí misma y sin muletas, sin mulas, ni muletillas. La poesía no puede ser
sagrada porque es el canal para acceder a ello. Debo decir que, para mí, la
poesía es un concepto amplio, pero por difuso, no por abarcativo, que
trasciende lo literario y lo artístico; y que puede acontecer en el momento
menos pensado. Quizás la palabra acontecimiento no sea la adecuada, tiene
cierto aire pomposo, o por lo menos ceremonioso, de algo esperado y/o
premeditado, que no se ajusta a lo que quiero decir. Podría ser que el momento
poético adviene, pero me suena a culto adventista; podría decir que ocurre, y
estaría un poco mejor; pero mejor todavía (estoy pensando mientras escribo,
digamos, repentistamente), sería decir que el momento poético concurre, porque
ocurre, sí, pero con uno mismo: el yo y el ello poéticos coinciden, se combinan,
conviven en connivencia; se conectan, coexisten, cohabitan, consienten, “de
repente”, por un instante, y después se separan para poder seguir andando
mundo, profana, profusa, profundamente.
sube un tufo de mugre humana
y entra por todas las rendijas
no hay cómo no sentirlo
es que un pastor de moscas
duerme en la acera
y su olor ha ocupado toda la cuadra
se ve a unos vecinos asomados
y esperando a que se levante
para salir a baldear la vereda
pero ni modo
el hedor sigue ahí
como filtrado en la epidermis de las baldosas
hemos probado de todo
pero no hay desodorante que lo venza
el olor está ahí
como desde el inicio de los tiempos
nadie tiene la vergüenza de decirle nada
y ahí está con sus frazadas
sus cartones
algún bolso y un paraguas
sabe lo que hace y lo hace muy bien
sobrevive a cada noche
como si fuera un apocalipsis cotidiano
reeditado una y otra vez
no faltará quien llame a la policía
para que vuelva a reinar
la limpieza y la pulcritud en nuestras vidas
lástima que el olor y el dolor
sean palabras tan parecidas
y lástima que tengamos
el corazón resfriado
y las narices tan abiertas
Hace muchos años que no tengo sueños recurrentes.
No es que esta falta de coherencia onírica (si me perdonan el oxímoron) me
preocupe; no, pero convengamos que tiene cierto interés el sueño que se repite
parecido cada tanto. Claro, mientras las aguas del sueño no lleguen al océano
de la obsesión. No, por favor, ni cerca. Digo esos sueños que repiten
escenografías recicladas como en un teatro pobre; o repiten algún personaje
como en las novelas de Onetti. Cuento todo esto porque hace un par de noches
que sueño historias distintas en un mismo espacio. Es una casa vieja, algo
descuidada, en la que hay muchos libros. Por momentos, es como una de esas
librerías viejas en las que parece no importar la venta, sino la acumulación de
libros, en estantes, primero, y después donde quepan: sobre las mesas, en
largas pilas como torres de Babel inexplorables. En un momento, una señora toma
el té con un conjunto de utensilios. Hay personas hablando en habitaciones
contiguas, y yo estoy, a veces, jugando en un rincón. De pronto, es también el
comedor de la casa de mis abuelos en Colonia, y yo observo un cristalero al que
le han ido incorporando objetos de toda naturaleza y utilidad; es un museo
pequeño que se mira y no se toca, y hay un adorno que es un
racimo de uvas de vidrio con hojas y tallos desmontables que yo desarmo y armo
infinitas veces subido a una silla de metal ovalada con un respaldo compuesto
por cuadrados, que tiene una fina capa de pantasote que está desprendía en uno
de sus ganchos de agarre. Pero en la casa de mis abuelos no había libros, y en
ésta sí los hay, y en grandes cantidades. Pareciera que donde estaban las
paredes de ladrillo a la vista hubiera ahora lomos de libros de diferentes
tamaños. Suena cada tanto un teléfono de los de antes, rojo, y con un dial
redondo con agujeros en cada número para meter el dedo. Los ladridos del perro
iban y venían según la dirección del viento que movía una cortina de tela
gruesa con frutas dibujadas. Entonces yo mantengo una conversación con alguien;
discutimos acaloradamente sobre temas políticos y se citan autores que, o no he
leído, o habiéndolos leído, no los entendí. El diálogo oscila entre la teoría y
la práctica, y me sorprendo citando fragmentos de memoria de pensadores
anarquistas, o me avergüenzo contando experiencias que en mi mente parecen
grandes proyectos colectivos, pero que, cuando me escucho diciéndolos, ya no me
parecen tan interesantes, sino más bien ingenuos o insignificantes. El
interlocutor es hombre, joven, y puede que tenga el pelo largo, pero no estoy
seguro. Después se bebe mucho alcohol, hay mucha gente hablando y fumando, en
una esquina una banda toca una música indefinida. Está todo en penumbras y yo
me siento mareado, al borde del vómito; intento llegar al baño, pero el
corredor que llega hasta ahí está intransitable. Me veo acostado con una mujer,
y un poco más allá, estoy leyendo en un sofá junto a una lámpara. Soy viejo,
tengo la barba blanca y estoy de pijamas con un sombrero de ala y un pañuelo de
seda anudado en el cuello. También estoy jugando junto a una pared, niño y de
cerquillo, tengo unas zapatillas marcha Flecha y una venda en la mano
izquierda. Un poco más allá, me veo armando un porro con el pelo sobre la cara,
y cada tanto enganchándome en las orejas los mechones que caen. Algunos me
rodean y miran unos cuadros hechos con enduído y témpera que ya sé que no me
comprarán, pero igual los escucho satisfecho de sus comentarios. Hay una valija
vieja, una guitarra y un diccionario de bolsillo. Alguien me alcanza un pedazo
de pan untado con mermelada casera de durazno; me sirvo un vaso de vino con
agua gasificada de un sifón. Llega el carro del lechero y deja unas botellas en
la puerta. Hay mucha leña apilada y algunas pequeñas astillas tienen formas sugerentes.
Alguien tira un jarrón al piso y hay gritos. Se escucha música de tango de una
emisora de AM. El lugar se llena de gallinas y todos las corremos para agarrar
alguna. Mi abuela estira el cogote del ave y la pone en una olla de agua
hirviendo. Un medio cadáver de chancho descansa sobre una mesa en el patio, con
una sola oreja, un solo orificio en la media trompa y un solo ojo que mira todo
asombrado de que nadie le venga a espantar las moscas. Y yo acostado en una
asadera bien cosido y rodeado de papas, boniatos y zanahorias, con una manzana
en la boca... Es que, claro, me digo, lo que pasa es que me comí una manzana
antes de acostarme, y por eso este sueño, ¿no?
soñar es ser una media
que se vuelve pie
para saber cómo es caminar por un rato
se descubre la espina
que antes sólo era una aguja más
y ahora es una flecha
san sebastián del sueño san sebastián
ahora el pie
como una almohadilla de alfileres
en el costurero de la cama
hay que andarse con dedales
si uno no quiere salir trasquilado
al contar ovejas
hay que enguantarse
para que al serruchar el leño
no te salgan ampollas en los párpados
y hay que cuidarse del reem
que es un bicho muy feo
que quiere comerte los ojos
y hay noches
en que anda muy hambriento
y no hay media que te salve
Acabo de ver un documental. Lo agarré empezado, por
casualidad. Era sobre un argentino que trabaja en un taxi y se dedica a
intervenir la publicidad callejera. El
documental se llama Oscar,
como su protagonista, y es muy recomendable. Seguro, se debe conseguir
con facilidad en internet. Pero bueno, el tipo desarrolla una actividad
artística buenísima, sumamente interesante, política. En una, lo conecta
una
agencia de publicidad
“alternativa”, para que
dé una charla
a creativos publicitarios. El tipo, luego de idas y venidas, finalmente
decide ir y les zampa todo lo que piensa de la publicidad, que, obviamente, no
es nada favorable. Una de las asistentes a la charla le dice que el publicista
es “un artista con instinto de supervivencia.”
Me parece una muy interesante definición, que
pasaré a desglosar con la ecuanimidad y la mesurada objetividad que me
caracterizan: la definición comienza con el concepto de artista, y si tomamos
el arte, en una de sus acepciones, como el manejo de un conjunto de técnicas,
el publicista sería un artista, ya que maneja, y muy bien, las técnicas de su
oficio, que consiste, básicamente, en construir un discurso lingüístico (no
sólo de palabras vive la publicidad) que intenta ser convincente. Es decir, que
las verdades axiomáticas de la propaganda (“este dentrífico es el mejor”) no
parezcan lo que son, dogmas adornados, sino aseveraciones “simpáticas”,
fundamentadas y sólidas que nadie en su sano juicio podría refutar. Es cierto
que más que una poética publicitaria, se trata de una burda retórica. Es que
los publicistas son artistas de la retórica más elemental y superficial que
exista. Estoy seguro de que ninguno de ellos podría sostener un debate político
y filosófico sobre las consecuencias de su trabajo; y estoy seguro también de
que muchos responderían a esto diciendo que lo suyo es otra cosa, que son
artistas, y que el artista crea, en todo caso, para que otros discutan sobre lo
que hacen; y así, el círculo se cierra viciosamente. Sí, en estos sentidos,
claro que son artistas; sobre todo, artistas en sostener su status quo que
parece estar muy sólido y constituido. Lo del instinto de supervivencia también
lo entiendo y lo comparto; sólo que es un instinto muy poco instintivo y
bastante racional: ya quisieran miles de millones de personas gozar de esa
súper-vivencia, de esa súper vida, supraterrenal, de semidioses del mercado en
sus agencias olímpicas, donde se decide el destino de los mortales
consumidores. Son los angelitos del capitalismo disfrazados de demonios, que
juegan a los mitos y sus combinaciones.
Sí, el creativo publicitario coincide con la
definición que daba aquella mujer que fue a la charla en el documental; esa
naturaleza tripartita del publicista como artista, instintivo y superviviente.
Lo que puedo decir como conclusión de todo esto, es que la publicidad me genera
una aversión visceral e ideológica también triple: odio a la publicidad por arte,
por instinto y por supervivencia.
en el mundo de los ciegos
el tuerto es publicista
un cartel luminoso
puja por ser el protagonista de la noche
y vive de la muerte de las estrellas
como un fuego fatuo
que iluminara las almas
de los condenados a mirar
el cartel no sabe que es una lápida
no lo parece
y aquí parecer ya es mucho
los nichos del mercado
es una expresión muy justa
porque ahí están nuestras cenizas
y los huesos revueltos
en la fosa común del consumo
dormimos porque estamos cansados
bebemos porque tenemos sed
vamos entre frustraciones
como en campo minado
obsesivos de carrusel
no sabemos que caminamos en la noria
hasta que el barro nos llega a la boca
y recién ahí gritamos “¡no hagan ola!”
a veces
las arenas movedizas
nos escupen en lugar de chuparnos
y podemos tomar un poco de aire
pero es sólo para que la máquina de miedos siga en
pie
y no hay psicoluddita que nos salve
por ahora
prefiero la soledad
a la compañía limitada
la brutalidad
es un lujo de la miseria
“creamos para creer”
no es una redundancia
pero lo es también
porque la fe y la creación son redundantes
superávit espiritual
que malgastamos en templos y versos
no en vano
los predicadores nos parecen verseros
y los poetas sacerdotes
creer y crear
deberían ser una necesidad
y no una impostura
porque el impostor es falso
no sólo por lo que dice
sino porque se impone a sí mismo
ser quien definitivamente no es
yo prefiero el credo del incrédulo
que dice:
ni creo
ni creo
si no creo
lo que creo
el mundo es una esfera de plástico
llena de peluches y golosinas
y hay un brazo mecánico
jugando a enganchar algún premio
lo que supone un jugador
dios por ejemplo
pero dios es un malentendido
un axioma para los matemáticos del alma
y pobrecitos
mirá si se quedaran sin axioma
qué harían
con todo lo que construyeron a partir de él
durante siglos
la fe es un rascacielos vacío
y con tanta falta de vivienda
haríamos bien en invadirlo
hordas de ocupas ateos
entrando por las ventanas tapiadas
es difícil describir todo lo que percibimos
intentar explicar aclarar la cabeza
y no dejarse tumbar por la inmediatez
que tiende sus tentáculos
todo está muy mal
pero el desgarro
el corte
la ruptura
pueden volverse luz
los serenos se atrincheran
y prometen ejecutar a los vecinos rehenes
piden que se les conceda compañía
alguien para conversar
un rato nomás
no es que pidan todo el turno
una media hora para compartir
un café y la charla
hablar de cualquier tema
de fútbol de los precios
del último crucero que llegó al puerto
lo mismo alguien sin ninguna experiencia
claro que se le pagaría un jornal justo
podrían incluso ser jubilados del gremio
que necesitaran hacer una changa
o que vivan solos y no tengan con quién conversar
se iniciaría una relación
de amistad pongamos
que estaría supeditada obviamente
a la personalidad de cada quien
quizás un período de prueba
hacer una bolsa de trabajo para acompañantes de
sereno
se podría dar perfectamente
que se encontraran luego del trabajo
que algún lunes o miércoles de descanso
el sereno reciba o visite
a la familia de su acompañante
o lo lleve de paseo junto a sus nietos
puede que hasta esperen con ansiedad el encuentro
y quién les dice
que los hijos respectivos se conozcan
y hasta se forme alguna pareja
con fiesta de bodas y todo
y terminen siendo abuelos de los mismos nietos
y a esa altura casi hermanos
un suponer
Las moscas son como transistores del mundo,
válvulas inalámbricas que pegan todo con todo, desde el dulce de membrillo
hasta el jamón crudo en un pent-house con las ventanas abiertas porque alguien
salió a ver las luces de la ciudad desde ese punto tan alto, y, aunque hay aire
acondicionado y nunca se abren las ventanas, esa noche sí; es que nunca falta
alguien y la mosca, de distraída nomás, ni sabiendo qué hacía tan alto y a esas
horas, se mandó para adentro, y ni bien entrar ya se chocó contra las fetas de jamón crudo,
ahí, pero que mismo
servidas en bandeja; y unos hablaban allá de un tema
muy interesante que sería el precio del apartamento y la oportunidad para
comprar por la especulación, las tasas de interés, la banda flotante del dólar
y la caída de la bolsa de valores de quién sabe qué país; y juntar unos pesos
de acá, otros pesos de allá, la ayuda de los padres, la venta de un campo y la
dueña de casa que se fue a la cocina con el cuñado para que le descorchara otra
botella de vino, así que la mosca, mosqueando como mosca que era, sin más,
derecho y sin obstáculos, al jamón crudo y gozarlo con lentitud, aunque siempre
con una docena de ojos pispeando por las dudas, sobre todo, las manos de ese
grandote que gesticula al hablar como si espantara moscas y haciéndolo muy
bien, porque a cada movimiento de sus manos la mosca se pone en guardia, da
unos pasitos cortos, pero confirma que los manotazos no son para ella, sino
para otras moscas más grandes y sin alas que rodean al grandote, seguro
esperando a que se duerma para comerle las migas de pan sueco con especias que descansan
como ofrendas irresistibles en los pliegues de los cachetes y del cuello. Pero
que se queden con esos despojos, que la mosca ya tiene de sobra con el jamón
crudo que ha ido chupeteando como una sibarita alada, buscando las partes más
gustosas.
Mientras, al observador de luces nocturnas con
pretensiones de astrónomo poeta que había salido por la ventana dejándola
abierta, se le secó el garguero y se le terminó el cigarrillo, cuya colilla
arrojó por la cornisa hasta la acera, cayendo en una tela indefinida que pujaba
por seguir siendo frazada sobre un cuerpo que duerme y sueña que es una mosca
comiendo jamón crudo; y, mientras la colilla que en la vertiginosa y extensa
caída se ha ido envalentonando y llega al suelo hecha una brasa viva y voraz,
la mosca siente el largo chirriar de la ventana al cerrarse y sabe que ha
llegado el momento de irse, que si no se va ahora, ya no lo podrá hacer porque
su olfato le dice que en este lugar hay insecticidas de los buenos.
Pero dejemos al pobre insecto luchando por su
libertad en plena digestión de, para colmo, un jamón crudo que en su vida había
probado y que amenaza con derrumbar su sistema digestivo, para irnos tras
aquella colilla encendida que cayó a los pies del que dormía soñando que era una
mosca comiendo jamón crudo y que soñaba
tan profundamente que estaba convencido
de que era una mosca, si hasta las
pulgas que le acribillaban la espalda eran el cosquilleo doloroso pero
placentero a la vez de un par de alas preciosas que le salieron, y hasta el frío
que había sentido hasta hace un momento, ese frío que se vuelve costumbre,
tenía que ser porque, claro, las nuevas alas se movían, pedían vuelo, aire,
cielo, andar por qué sé yo cuántos lugares distintos y entonces era lo que
seguramente levantaba las cobijas y hacía que entrara una brisa gélida, o era
el viento que se debe sentir cuando uno vuela por ahí como una mosca, pero el
frío fue cediendo porque un calor placentero, primero, pero doloroso después,
venía subiendo desde los pies que, obviamente, no sufrían porque las moscas no
tienen pies y debe ser que obnubilado por algún banquete suntuoso, uno que es
una mosca de ley, no se percata de algún candelabro puesto ahí para delicia de
las visitas y el cuerpo es tan pero tan pequeño que, al mínimo contacto con una
fuente de calor, y además acostumbrado al frío... Pero es que la colilla había
caído en el jergón, los cartones y diarios que son lo único que detiene el frío
de las baldosas hasta que te regalo el colchón más grueso que si se te moja
andá a secarlo y toda la noche con esa humedad, te doy dos días generoso en el
mundo de los vivos; y es que pasa con los sueños que cuando son muy profundos y
agradables no hay cristo que te despierte y vale más una noche caliente que la
eternidad entumecido. Y cuando se
chamuscaban los cabellos de la cabeza ya nadie le podía borrar la sonrisa como
de perro calcinado que perdió los labios y sonríe para todos los dioses que
sólo existieran para verlo, pero las llamas no mueren porque hay mucho material
inflamable y para rato, hay nailon, cartón, papel, tela y una botella de medio
litro de alcohol rectificado que explotó en paroxismo de fuegos artificiales
para coronar el sueño que no tuvieron las moscas que comían de aquel bulto como
si fuera un jamón crudo gigante y que tuvieron que irse en busca de otros
manjares como la boca de una botella de vino que dejaron los que traían unos
tambores y se encontraron con la hermosa fogata para templar sus lonjas y hubo
hasta una luciérnaga que se metió en un tambor y se quedó atrapada ahí como la
mosca flotando en la botella de vino y el trozo de jamón crudo en el canino
izquierdo de la dueña de casa en el pent-house que quería que se fueran los
invitados para poder lavarse los dientes y
acostarse a leer un rato hasta irse durmiendo como el que dormía abajo
en la vereda y que se levantó de golpe hecho una antorcha humana para asombro y
terror místico de tamborileros, de moscas y de luciérnagas y que lo fueron
siguiendo por la calle como en una ceremonia ígnea en la que retumbaban los
tambores llenos de luciérnagas y un cardumen de moscas adoptaba la forma de una
bailarina que zigzagueaba en el aire sobre la llama humana que iba de un cordón
de la vereda al otro y se formó una procesión a la que se sumaban linyeras,
serenos, cuidacoches, niños vendedores de flores y grupos de pibes que estaban
en todas las esquinas y también se sumaban barbudos andrajosos desgreñados y
hasta hubo quienes empujaban un contenedor de basura donde subieron a una puta
vieja pintarrajeada que iba tirando besos y se descubrió sus tetas de las que
manaba leche en abundancia y la gente traía a los bebés para que, por turnos,
se prendieran a mamar de las tetas de la vieja y se organizó un séquito de
pichicomes para resguardar el contenedor, y que recibían a los bebés y los
subían o bajaban; y un vendedor ambulante se bajó de un ómnibus y quedó
enfrentado a la manifestación que avanzaba ya multitudinaria por el medio de la
calle y no pudo reaccionar y todos lo vieron ahí parado con las luces de una
farmacia de turno iluminándolo desde la espalda como un halo energético y a
alguien se le ocurrió gritar que era el sacerdote de la procesión y lo agarraron
entre varios y le afeitaron un redondel en la cabeza y otro alcanzó un manto y
le improvisaron un hábito y lo alzaron en andas para que fuera bendiciendo con
tragos de vino que escupía sobre la muchedumbre hasta que se atragantó con una
mosca que estaba en la botella y no podía respirar pero no había tiempo para
ocuparse de él, así que lo dejaron tirado, aunque algunos niños le arrojaron
tantas flores de plástico que quedó sepultado contra un árbol; y la sacra
marabunta seguía creciendo y cada vez había más harapientos que descarnaban
prolijamente los bares y los dejaban ordenados pero vacíos como cadáveres
esqueléticos, diseccionados por un cirujano, aunque cirujas no faltaban,
mientras en el pent-house a la dueña de casa se le cerraban los ojos y el libro
se le caía de las manos, pero una mosca, una insignificante mosca se le posaba
en la comisura de los labios donde seguro el aseo dental no había podido sacar
el recuerdo persistente del jamón crudo, pero que ni se comparaba con la
deliciosa cera de la oreja del bichicome
que dormía hace unas horas abajo en la vereda,
pero bueno, se dijo la mosca, algo es algo, y a esta altura de la noche no hay
que ser muy pretensioso y volaba y se volvía a posar en la boca de la dueña de
casa hasta que se aburrió la mosca y también la dueña de casa, y justo cuando
ambas se decidían finalmente a gozar del merecido descanso, los ruidos de la
calle se hicieron tan fuertes que ni ellas ni nadie pudo dormir esa noche,
porque la ciudad explotaba en una bacanal de linyeras que había tomado las
calles e iba incendiando autos, contenedores y todo lo que se le cruzaba; y
aunque las balas de la policía parecieron detenerlos por un momento, fueron
muchos los uniformados que terminaron alfombrando el cemento con sus cuerpos
descuartizados o encima de las parrillas improvisadas para alimentar a todos
los hambrientos; cada tanto se veía a alguno con un gorro o con una chaqueta
policial, la televisión mostró a los insomnes televidentes cómo la horda
desolaba la arteria principal de la ciudad y después doblaba por la amplia
avenida que desembocaba en el palacio de las leyes, moviéndose como un enjambre
inmenso de moscas, pero con la gracia de un cuerpo solo, una mancha oscura que
las tomas aéreas mostraban desplazándose por la calle y viendo cómo caían
semáforos, monumentos, carteles; autos y camiones eran arrastrados por aquella
lava humana que llegó hasta el palacio y lo fue cubriendo como un baldazo de
pintura negra, pero desde abajo, hasta que ya no se veía ni una sola mampostería,
y que justo antes de que se cortara la trasmisión televisiva, en el último
momento que quedaría fijo en la retina de los televidentes, la masa fue
subiendo hacia el cielo y quedó en las pantallas la señal de ajuste para
perplejidad de los que, aterrados por lo que veían en el televisor, ya no
pudieron o no quisieron escuchar el ruido de las puertas de sus hogares que
eran destrozadas y sus casas invadidas como el de la dueña del pent-house que
no se enteró de nada porque, gracias a dios, dormía bajo el efecto de una doble
dosis de somníferos que su cuñado médico le recetaba, y que para la mosca no
fue tan fácil porque se despertó sobresaltada y tuvo que abandonar la deliciosa
comisura de los labios de la dueña de casa y observarlo todo desde el plafón de
la luz del techo que había sido comprado en el último viaje; pero no le importó
porque, después de que los invasores se fueran, pudo acurrucarse entre las
piernas de la dueña de casa y descansar calentita todo el resto de la noche,
saboreando los flujos salados que ni el mejor jamón crudo, aseguró.
vienen rachas de silencio
más o menos agudas
más o menos graves
nunca esdrújulas
el silencio nunca es esdrújulo
igual ocupé el tiempo
resolviendo un crucigrama
que no pude completar
pero no me importó
nunca completo los crucigramas
en algún momento me aburre
la dificultad bizantina de palabras
que alguien despolvó en un rincón del diccionario
el nombre del yerno de mahoma
o el sinónimo más bizarro de
por ejemplo caminar remar
o vaya a saber qué otro capricho del léxico
y que es memoria inútil
que sólo vale en ese coto reducido
pero no obstante
ocio obliga
por un rato me entretuve
no es lo mismo
estar contratado
que contra todo
A veces me despierto con un desajuste en la
glándula interrogativa. Si ni bien abro los ojos, me asalta una pregunta, ya sé
que el día va a ser una larga sucesión de interrogantes sobre las cuestiones
más banales de la vida... Y ya no puedo parar. Entonces me pregunto por qué me
sucede esto, y me doy cuenta de que estoy atrapado. ¿Hacia dónde vamos? ¿De
dónde venimos? ¿Hay vida después de la muerte o en Marte? ¿Al que trasnocha y
sigue de largo, dios también lo ayuda? ¿Quiere decir que los viejos son más
malos, o que la experiencia nos vuelve diabólicos? ¿Es que el herrero es tan
pelotudo que no se da cuenta de que el cuchillo de palo no corta? ¿Es que hay
que hacer el bien mirando para otro lado, como con asco? ¿Y no es peor que las
moscas se te metan en el ojo, en la nariz, en la oreja o algún otro lugar non
sancto? ¿Y no pasa que al apretar se pueden abarcar muchas más cosas? ¿Los
jueces de fútbol son cornetistas frustrados; será entonces que el que nace para
corneta, no llega a juez de fútbol? ¿Y si el agua que corre está contaminada?
¿Acaso el ojo del alcahuete no engorda también el ganado? ¿No será que el que
guarda siempre tiene... miedo? ¿Si ves las barbas de tu vecino arder, no
estaría bueno ir a ayudarlo, en vez de poner las tuyas en remojo mientras el infeliz se carboniza? ¿Qué culpa tiene el chancho de que
le pique la espalda y tenga patas tan cortas? ¿Es que si el rey de los ciegos
también fuera ciego, sería bueno, acaso? ¿Para qué quiero un pájaro en la mano
si puedo disfrutar de cien volando? ¿Y no será que el que está libre de culpas,
por eso mismo no arroja piedras? ¿Será que el buen entendedor realmente entiende,
o le aburre que le digan muchas palabras? ¿Quién puede ser tan boludo como para
que le guste que lo bueno sea breve? ¿Y la mentira no puede engañarte para que
la lleves a caballito, y escapar lo mismo? ¿Alguien conoció algún ciego que no
quisiera ver? ¿Eh?
no hemos aprendido todavía
que despiojarnos entre todos
no sólo es más fácil
sino la única manera
la mezquindad
es el signo de nuestro tiempo
la falta de generosidad
de gratitud y gratuidad
el recelo
el egoísmo
la ruindad
somos pulpos avaros
con muchas manos
que debieron ser para dar
pero que sólo agarran
el que no ofrece
acumula podredumbre
el mezquino es el rey de lo que lo enferma
y se regodea en su egoísmo
como el último pez
chapoteando en el barro
La feria del libro es un supermercado de ofertas
vencidas, quesos rancios, verdura podrida, puntas de fiambre y cotillón de
plástico. Ahora, eso sí, con el prestigio de explanada municipal, el respaldo
de cuanta dirección, división y hasta portería pública y oficial (léase:
oficialista) exista, y a precio de perla.
Es como la exposición en la rural del Prado, sólo
que en lugar de vacas, se exponen libros; con la misma aglutinación compulsiva
de público y las mismas cocardas. Nada es distinto, ni interesante, ni
inteligente, ni crítico. Las novedades son, como en los periódicos, flores de
un día, o peor, petardos sin gracia hasta para el más generoso de los
desprevenidos. O, como decíamos cuando era chico: peditos de vieja, con todo el
abanico semántico de connotaciones que se le puedan encontrar a la imagen. Y
peor, porque siendo abanico, ni una pizca de aire fresco…
el mundo se ha vuelto
un embudo de egoísmo
y la generosidad resbala
como sísifo en chancletas
la pobre
la escaceada
En el último mes, fui por primera y segunda vez al
casino municipal que está en el Parque Rodó. No fui a jugar, pero igual salí
desahuciado. Nunca había ido, y me encontré con todo lo que imaginaba, y más.
La primera vez, habíamos ido a pasear con los hijos
al parque y aprovechamos para sacar plata del cajero automático que hay en la
puerta. Pensamos que si había un cajero en la ciudad que siempre estuviera en
funcionamiento y con fondos, debía ser ése; y, obviamente, no nos equivocamos.
La segunda vez, estaba tomando unas cervezas con
unos amigos y, lo sabido, pronto necesitamos un baño. Así que nos fuimos a
probar suerte en el casino. Y esa vez, tampoco nos equivocamos; de hecho, es un
buen dato para todo aquel que ande por la zona y necesite un baño.
Creo que es el lugar más lúgubre que vi. Todo
parece sobado, hasta la luz, que tiene un tono mortecino. Deben existir
expertos en el diseño de esos lugares: todo está pensado para causar
pesadumbre, dejadez y olvido (obviamente, al estado uruguayo no le da el presupuesto
para cumplir todo lo fielmente que quisiera con el paradigma de Las Vegas, pero
son falencias de infraestructura, no ideológicas).
Decir que es el purgatorio de los vivos es ser
poéticamente demasiado generoso…
Igual, existe como un sexto sentido en esos
lugares; con sólo echarte una mirada fugaz, ya saben a qué venís y por cuánto
(tiempo y dinero). El Minos entrajado de la puerta, sólo diciendo buenas
tardes, ya tiene el tiempo suficiente para hacerte una radiografía.
El camino al baño es intrincado, laberíntico, y
pasás por todas las tentaciones, como un alma perdida que ha sido puesta a
prueba. Nadie te mira, pues todos están absorbidos por las luces que giran sin
parar; sin embargo, te sentís observado.
Hay una metafísica de casino, estoy seguro, pero es
demasiado oscura para mí. Por suerte, mi vejiga se apoderó de mi ser. Vi
personajes que la mente más imaginativa no podría concebir.
No llegué a estar adentro ni diez minutos, pero,
cuando salí, sentía verdaderamente que algo de ese lugar se iba conmigo, algo
pegado en los ojos; algo ominoso, turbio, desagradable.
Cuando salía, me crucé con un viejo jorobado que
arrastraba un bastón (o viceversa), y con una mujer bizca…
Mi cuerpo estaba feliz por haber desagotado la
vejiga. Ahora podíamos seguir tranquilos tomando cerveza con los amigos… Pero
en ciertos lados de mi ser…, no sé, alguna pesadumbre tintineaba como un
insecto alado encerrado en una lamparita.
se puede tener alguna idea
pero nadie sabe realmente
cómo cada cosa que hacemos
va a seguir tejiéndose
en la red de nuestra vida
hay atisbos de sabiduría
que nos apuramos
en apostrofar como certezas
pero cuando una certeza nace
hay mil dudas creciéndole al lado
como yuyos espinosos
nadie puede saber
cuál es el huésped y cuál el parásito
en los germinadores de uno mismo
lo natural sería
que todo crezca y puje como pueda
quién te dice
que lo que hoy es una cretona vistosa
mañana no dé paso a un tenaz arbusto
un día fui a una cárcel abandonada
y vi un árbol saliendo de una ventana
en resumen
poca cosa
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